
Sus sueños agradables, a medida que se iban presentando, se convertían en inmateriales piedras que, una vez labradas, se utilizaban para construir una especial y trascendente edificación que permitía ser completamente felices a todos los pequeñajos: se llamaba la Pirámide de los Sueños.
Así, todo aquello que el joven dragón dorado soñaba, se convertía inmediatamente en sólidas

Cientos de aves, reales y fantásticas, de todos colores y plumajes, a picotazos pulían las simbólicas piedras para hacer bloques perfectos, y después las colocaban en su preciso lugar. Los duendes buenos les decían en dónde ponerlas.
A veces, algunos diablillos traviesos disfrazados de duendes, engañaban a las aves para que colocasen las piedras en lugares equivocados, generando así, en vez de sueños agradables, una que otra pesadilla aislada, pero nada grave, pues los duendes buenos, cuando se daban cuenta, las reacomodaban inmediatamente.
Millones de abejas transportaban dorada y olorosa miel al mágico lugar, y la depositaban en la superficie de las piedras, a modo de dulce y efectivo pegamento.
Muchas ranas encantadas brincaban alegremente sobre las piedras ya colocadas y enmieladas, para que éstas ensamblaran perfectamente, y así evitaban que los sueños bonitos que generaba la pirámide, se fugasen de ella sin alegrar adecuadamente la vida de todos los seres de corta edad.
Y así, mientras el joven dragón dorado soñaba y los demás trabajaban arduamente construyendo este edificio maravilloso, un coro de hadas buenas les amenizaba el trabajo con bellas melodías inspiradas en aquellos sueños convertidos en piedras maravillosas.
