Corría el año terrestre de 2065, pero para el subcomandante Angarion era apenas el 2060. Veintidós años sin retornar a la Tierra habían lógicamente alterado su calendario cronológico, así como el de su organismo. Él era un astronauta veterano, a pesar de su corta edad de 62 años terrestres, si bien su cuerpo registraba biológicamente apenas 57.
Tenía muchos difíciles encargos exitosamente cumplidos en su expediente de servicio profesional. Su actual misión era parte del proyecto SP (Space Pilgrim). Se trataba de explorar mundos que ofrecieran posibilidades de supervivencia y colonización para los seres humanos. En ese momento -mientras buscaba un valle adecuado para planetizar en Orion 242-, él recordaba que en pocos días más se celebraría en la lejana Tierra el aniversario 96 del primer alunizaje del hombre. En ese corto tiempo, la humanidad había aprendido mucho de astronáutica, al extremo de que ahora él se enfrentaba, como responsable de misión, al segundo planetizaje humano fuera del lejano Sistema Solar terrestre.
El planeta Orión 242 cumplía –analizado desde los satélites terrestres- con la mayoría de los parámetros considerados para SP, pero la inspección in situ era un requisito para la confirmación de éstos, a más de siete años-luz de distancia del punto de observación de la órbita de la Tierra.
Pero también –para ser colonizado- se requería la verificación de existencia de ciertos recursos naturales: agua, oxígeno, tierra fértil, energéticos, gravedad y temperatura en rango, estabilidad sísmica y climática razonable, bajo nivel de radiación cósmica, etc.
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Orión 242 se antojaba –desde la órbita descendente de su nave de exploración- un planeta plácido y deshabitado. Así se lo comunicó a su comandante en la nave nodriza, ubicada en segura órbita lejana. Todo lucía excelente para un buen planetizaje y para una exitosa indagación personal de aproximadamente un par de días terrestres.
Su pequeña nave exploradora planetizó dulcemente sobre un valle desértico. Ése no era un problema: ya se había detectado en el planeta mucha agua subterránea no muy profunda. Tenía equipo ad hoc para abastecerse durante su estancia.
Angarion bajó de su nave, y después de caminar unos quinientos metros y de consultar con mucho cuidado todos sus sensores ambientales y corporales, consideró prudente quitarse la escafandra y “sentir” la atmósfera local.
Todo parecía estar bien, pero de repente –tras unos veinte segundos de respirar sin problemas- empezó a sentirse extraño. Antes de que pudiese ponerse de nuevo la escafandra, su cuerpo se desplomó inerte, pero él no perdió el sentido.
Cayó sobre una roca filosa que le rasgó el traje y le hizo una pequeña herida en el muslo derecho. Lo extraño para él era que no sentía dolor. Al ver que estaba bien, trató de reincorporarse, pero –sorprendentemente- su cuerpo no le respondió.
En el esfuerzo por ponerse de pie, notó una extraña sensación: su cuerpo permanecía inerte –como paralizado-, pero su cerebro funcionaba perfectamente. Quiso reportar su extraña situación a la nave nodriza, pero ni siquiera las cuerdas vocales respondían: la parálisis corporal era total, si bien su razonamiento seguía siendo impecable. En el esfuerzo por ponerse de pie, Angarion notó algo muy raro e inexplicable: su ser íntimo –su alma, en términos de los creyentes de la Tierra- perfectamente podía salir de su cuerpo, desprenderse de la materialidad.
¿Estaba muerto? No, no era así. Simplemente, parecía que eso que los fantasiosos religiosos de su planeta llamaban alma, estaba totalmente disociado de su cuerpo en ese momento. En un mínimo esfuerzo por entender la situación, dejó atrás su cuerpo que yacía inerte, viéndolo desde fuera como a un ser extraño. ¿Qué estaba pasando?
Como niño que aprende a caminar, Angarion sintió un extraño instinto que lo invitaba a explorar esa nueva e inesperada situación inmaterial. Se alejó unos doscientos metros de su cuerpo para explorar el planeta y reconocer su recién adquirido status extracorporal.
Cuando regresó al lugar de origen, feliz por lo que estaba experimentando, la sorpresa fue enorme: su cuerpo ya no estaba en donde él lo había dejado. Alguien lo había robado...¡y se había metido en él! El ladrón –sin embargo- había sido un poco torpe: las huellas de las pisadas de su propio cuerpo se veían sobre la arena. Todo era cuestión de seguirlas...
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Las obvias trazas de las pisadas de sus conocidas botas parecían demasiado ingenuas, pero de repente desaparecieron en una duna de la extraña arena verdosa de Orión 242.
¿Qué había sucedido? Quien había robado su cuerpo no era tan tonto: había sabido ocultarse exitosamente. Angarion se sintió frustrado: la maravillosa sensación de la incorporalidad que en ese momento disfrutaba, no compensaba para él el hecho de no saber en dónde estaba su cuerpo, su propio organismo de toda la vida.
La angustia –o algo parecido- recorrió su nueva esencia. La posibilidad de volver a ser como antes, se desvanecía con su cuerpo desaparecido. En pocos segundos, su inteligencia lo llevó a una lógica diferente: su insustancialidad podría perfectamente rebasar los límites materiales. Intentó seguir las huellas subterráneas de su cuerpo y lo logró: algo o alguien lo había internado en un mar de extraña arena, pero también había dejado impertinentes y perfectamente rastreables huellas en ella...
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De repente, las huellas de su secuestrado cuerpo en un mundo interior de insólita arena verde, lo llevaron a un túnel natural bastante extraño. Ahí reaparecieron las conspicuas pisadas de sus conocidas botas de astronauta: el ladrón no estaba muy lejos. El túnel y las ingenuas huellas lo condujeron a una angosta gruta con una muy ligera y extraña iluminación de tono azul, proveniente de unas raras formaciones minerales en las paredes de la gruta.
En un espacio ensanchado de la caverna, se encontró con algo sorprendente e inexplicable: una reunión de seis cuerpos raros, animados todos ellos y muy diferentes entre sí, entre los cuales se encontraba precisamente el suyo –el único cuerpo humano o antropoide-: algo o alguien había secuestrado su organismo y lo estaba usando. Los demás cuerpos animados pertenecían a diferentes especies para él desconocidas, muy extrañas, no identificables. Ni siquiera se podía concluir que fuesen del reino animal o vegetal. Conversaban entre ellos por medio de vibraciones que emanaban de sus cuerpos. Uno de ellos –podría llamársele el líder- manejaba un dispositivo extrañísimo, que a la vista parecía ser un codificador de idiomas vibracionales entre seres extremadamente diferentes.
Angarion pretendía pasar desapercibido, considerando su naturaleza abstracta, pero fue fácilmente detectado por aquel ser que manejaba el raro dispositivo. Enseguida fue encarado por los seis seres corporales, pero sin ningún tipo de amenaza o violencia, sino más bien con una extraña amabilidad y paz de parte de quien o quienes le habían robado su cuerpo no hacía mucho tiempo. Para estos seres, la aparente invisibilidad de Angarion, no era tal.
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Como de recuperar su cuerpo se trataba, Angarion permaneció en el lugar, intentando comunicarse con ese inesperado e inconcebible comité multiplanetario. ¿Quiénes eran? ¿Cuál era su objetivo? ¿Por qué le habían robado su cuerpo?
Utilizando el decodificador, ellos se presentaron ante Angarion: se describieron a sí mismos como seres religiosos –sacerdotes o algo semejante- de diferentes sistemas solares, que se dedicaban a ayudar a las almas a liberarse de sus cuerpos materiales.
“En este planeta –le dijeron-, las condiciones atmosféricas permiten la perfecta disociación de cuerpos materiales y almas abstractas, y por ello estamos aquí reunidos, para apoyar a todos los seres que aquí se presentan a dejar atrás su ciclo material e iniciar su ciclo anímico.”
Angarion trató de hacerles preguntas acerca de tan extraña conversación, pero no le salían palabras, dado que el habla humana radica en el cuerpo material (del cual ahora carecía). Todo lo que él pudo hacer fue pensar, pero sorprendentemente el decodificador emitió vibraciones inteligibles para los sacerdotes espaciales, así que pudieron escucharlo y ampliaron sus respuestas.
Ellos –le comentaron- tomaban los cuerpos pertenecientes a almas maduras que ya no los requerían, para así ayudar a otros seres que los necesitaban en distintas partes de la galaxia, seres con almas prematuras que habían perdido su cuerpo antes de tiempo, y cuya supervivencia dependía de disponer de uno urgentemente. Simultáneamente, liberaban las almas de quienes ya no necesitaban un cuerpo, y a quienes –según ellos- les estorbaba la materialidad para su desarrollo posterior como criaturas del universo.
De hecho -ante la extrañeza de Angarion- los sacerdotes lo felicitaron por su nueva situación metamorfósica. Se despidieron de él sin dar más explicaciones que un consejo práctico: debía buscar otras almas liberadas en ese mismo planeta, y unirse a ellas para conformar la Gran Unidad.
La mejor noticia para Angarion era su inmortalidad, le dijeron. Angarion quiso que le aclarasen esto, pero ya no le dieron más explicaciones: simplemente desaparecieron de su percepción. Nada lo alejaba de la idea de que esos tipejos no eran más que piratas espaciales, ladrones de cuerpos, pillos galácticos sin escrúpulos.
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Angarion quedó molesto y muy escéptico con esas explicaciones. En el mejor de los casos, se trataba de sacerdotes fanáticos de especies planetarias inconcebibles, que le habían robado su cuerpo, su materialidad, en base a creencias absurdas, indemostrables: los mismos ayatolas terrestres de siempre, pero con lenguaje interestelar. A partir de ahí -para él- el universo concreto carecía de sentido, igual que el tiempo, su nombre, su edad, su experiencia de astronauta. Ser un alma madura era todavía un concepto extraño para el ahora inmaterial subcomandante del proyecto SP en el planeta Orion 242.
De la increíble entrevista, le quedó muy marcado el mandato de buscar otras almas maduras liberadas en ese mismo planeta, para conformar con ellas la Gran Unidad. ¿En dónde estarían? ¿Qué era la Gran Unidad? El planeta era demasiado grande y estaba prácticamente despoblado. Bueno, al menos eso creía el espíritu de Angarion.
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Angarion decidió deambular por el planeta Orion 242 en busca de otras almas igualmente necesitadas de compañía. No tenía otra opción. Tal vez lo que le dijeron los sacerdotes fuese cierto…
"¡No –pensaba-, los piratas son piratas en cualquier parte del universo!”
Ese mismo atardecer vio planetizar la nave de salvamento que enviaba su nave nodriza ante su extraña desaparición. Trató de decir a sus compañeros “¡aquí estoy!”, de gritar desesperadamente que lo rescatasen, pero su condición abstracta se lo impidió.
Después de varias horas de búsqueda intensa y sistemática con todo tipo de instrumentos, Angarion vio cómo el escuadrón de salvamento lo daba por desaparecido, y así emprendía el retorno hacia la lejana órbita de la nave nodriza. Si hubiese tenido glándulas lacrimógenas, habría derramado lágrimas de desesperación. Pensó por un momento en entrar a la nave de salvamento e irse con ellos, pero enseguida concluyó que, en cualquier caso, eso equivaldría a dejar abandonado para siempre su cuerpo en Orión 242.
Cualquier solución para su enorme frustración, estaba ahí mismo. Decidió quedarse y enfrentar su suerte. El destino de Angarion parecía ser deambular por siempre entre su inmortalidad e inmaterialidad en el planeta Orión 242…o tal vez algún día recuperar su cuerpo.
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Debió haber pasado mucho tiempo, un par de días terrestres o tal vez un evo de millones de años, pero eso Angarion no podía saberlo, pues, para las almas errantes en el abstracto vacío de la inmaterialidad, el concepto de tiempo, de pasado, de presente o de futuro, no eran reales ni imaginables ni computables.
Pero en ese presente ininteligible para un espíritu novato, Angarion sintió de repente una cálida y amable cercanía, seguramente proveniente de otra víctima de aquellos ladrones de cuerpos que hacía quién sabe cuánto tiempo le habían robado su materialidad con una serie de absurdos argumentos pseudoreligiosos que él todavía no aceptaba ni comprendía.
Se trataba de otra alma errante en el planeta Orión 242.
Ambos espíritus vivieron -al acercars- algo muy diferente a lo antes experimentado. Se aproximaron curiosos y sorprendidos el uno al otro. Ambos descubrieron al mismo tiempo que la comunicación -tal como los seres materiales la conciben- no tenía comparación con aquella de lograr una comunión de almas en un espacio-tiempo inexplicable. Digamos que ambas abstracciones se mezclaron entre sí durante un micromomento, sintiéndose reconfortadas de manera insólita.
Danzaron juntos un ritual íntimo de compenetración inducido por su alegría, hasta fundirse el uno en el otro para siempre. Angarion y su inesperado compañero no estarían nunca más solos en el inconmensurable mar de la eternidad.
La Gran Unidad anunciada por aquellos sacerdotes ladrones de cuerpos había, por fin, llegado. Ahora –para ambos espíritus errantes- la inmortalidad se convertía en una interminable bendición cósmica.
Todo quedaba claro: tal vez aquellos sacerdotes –aparentes ladrones de cuerpos que Angarion, el subcomandante astronauta del proyecto SP conoció en Orión 242 hacía un evo o tal vez apenas hacía unos veinte días terrestres- sabían perfectamente de qué se trataba este incomprensible universo.
Angarion y su otra alma recién integrada, se entregaron para siempre a la maravillosa esencia del inexplicable universo inmaterial. Y él – en su último pensamiento como ente individual- se sintió muy contento de que, en alguna parte de la galaxia, un alma prematura dispondría por fin de un cuerpo, precisamente ése que alguna vez había sido suyo.