Su familia milenaria le había asignado el cuidado permanente de aquel maravilloso tesoro, aun a costa de su propia vida. Él lo asumió, y entendió perfectamente la relevancia del asunto.
Vivía en uno de los últimos árboles de aquella enorme y contaminada ciudad, respirando aire de mala calidad, soportando ruidos de motores y de cláxones, viendo basura por todas partes, pero, por su relevante mandato, no podía mudarse.
Lo acompañaba de mucho tiempo atrás una ardilla, más su amiga que su mascota, pues siempre se apoyaban el uno al otro a medida que la situación se agravaba. Ambos se turnaban para vigilar el tesoro.
Aquella mañana, los dos habitantes del árbol entraron en crisis, pues al amanecer un rugido estruendoso con olor a diesel los despertó: a pocos metros de distancia se encontraba, apuntando hacia ellos, una enorme máquina motoconformadora, cuyo operador tenía muy claras sus intenciones de arrasar con aquel árbol aislado y el pedazo de pasto que lo rodeaba, para hacer una importante ampliación en aquella avenida.
Respecto al árbol, ambos entendieron que sus días ya estaban contados de tiempo atrás y poco había que hacer. En el peor de los casos, podrían encontrar algún otro en el cual morar. Pero debían cuidar el tesoro, y eso se veía muy complicado: ese pedazo de césped era el último en aquella ciudad –probablemente en muchísimas ciudades-, y ningún humano se había dado cuenta de ello.
Así, el duende y la ardilla se pusieron de pie sobre el pedazo de césped y decidieron intentar impresionar al operador de la máquina con su presencia, tratando de que reconsiderara su actitud. No fue así.
El árbol destrozado, el pedazo de césped con sus raíces llenas de tierra y los cadáveres de un duende y una ardilla, fueron arrojados esa misma mañana al basurero de la ciudad, junto con la última esperanza ecológica de aquella localidad.
Los automovilistas de la ciudad aplaudieron la decisión del alcalde de ampliar la avenida, pues ya les resultaba insuficiente.
Vivía en uno de los últimos árboles de aquella enorme y contaminada ciudad, respirando aire de mala calidad, soportando ruidos de motores y de cláxones, viendo basura por todas partes, pero, por su relevante mandato, no podía mudarse.
Lo acompañaba de mucho tiempo atrás una ardilla, más su amiga que su mascota, pues siempre se apoyaban el uno al otro a medida que la situación se agravaba. Ambos se turnaban para vigilar el tesoro.
Aquella mañana, los dos habitantes del árbol entraron en crisis, pues al amanecer un rugido estruendoso con olor a diesel los despertó: a pocos metros de distancia se encontraba, apuntando hacia ellos, una enorme máquina motoconformadora, cuyo operador tenía muy claras sus intenciones de arrasar con aquel árbol aislado y el pedazo de pasto que lo rodeaba, para hacer una importante ampliación en aquella avenida.
Respecto al árbol, ambos entendieron que sus días ya estaban contados de tiempo atrás y poco había que hacer. En el peor de los casos, podrían encontrar algún otro en el cual morar. Pero debían cuidar el tesoro, y eso se veía muy complicado: ese pedazo de césped era el último en aquella ciudad –probablemente en muchísimas ciudades-, y ningún humano se había dado cuenta de ello.
Así, el duende y la ardilla se pusieron de pie sobre el pedazo de césped y decidieron intentar impresionar al operador de la máquina con su presencia, tratando de que reconsiderara su actitud. No fue así.
El árbol destrozado, el pedazo de césped con sus raíces llenas de tierra y los cadáveres de un duende y una ardilla, fueron arrojados esa misma mañana al basurero de la ciudad, junto con la última esperanza ecológica de aquella localidad.
Los automovilistas de la ciudad aplaudieron la decisión del alcalde de ampliar la avenida, pues ya les resultaba insuficiente.