lunes, 23 de agosto de 2010
La casa cuna de los cuentos
Era un lugar aparentemente afortunado.
Una vez que los pequeños cuentos eran concebidos por sus autores, eran entregados a las musas que cuidaban de ellos, que los arropaban y mimaban, que los nutrían con ideas y personajes, que los llenaban de párrafos y de buena ortografía, de argumentos y tramas, de ilusiones.
Ahí, con las atenciones y los cuidados de esas dulces divinidades de excelentes manos, los pequeños cuentos se desarrollaban. Unos estaban listos enseguida: eran precoces y avispados; otros tardaban semanas o meses en pedir que les permitieran ser editados. Los había mejores y peores, pero todos éstos tenían una razón de ser, que era alegrar y entretener a los lectores.
Pero otros se quedaban ahí para siempre, pues sus autores los habían olvidado, o no habían sabido como terminarlos, o simplemente no eran graciosos o interesantes.
Antes, estos cuentos sin opciones –lamentablemente huérfanos literarios sin ningún futuro- simplemente se quedaban en el tintero, pero la tecnología cambia a pasos agigantados: hoy casi todas estas infelices criaturas nonatas residen en carpetas y archivos abandonados en memorias electrónicas llamadas USBs.
Tarde o temprano, esos USBs son destruidos, arrojados a la basura, o simplemente borrados, para así dar espacio a otros pequeños cuentos que, con un poco de suerte, tras de residir temporalmente en la casa cuna, encontrarán lectores que los admiren y aplaudan.
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