
Definitivamente era un espíritu travieso y ocioso.
Su primer golpe fue robarse la dentadura que una anciana del asilo había dejado en su mesita de noche.
Después hizo algo que siempre se le había antojado: todas las mañanas se ocultaba en alguna rendija de los asientos del metro, y en plena hora punta, escogía a su víctima.
El jefe de la oficina de reclamaciones del metro se aburrió de recibir a diario absurdas quejas de mujeres que aseguraban haber sido mordidas en el trasero por una dentadura perversa.