Aquella mañana de un frío otoño, se celebraba una delicada audiencia en el Tribunal de Crímenes de Guerra en la Acrópolis de Atenas.
Entre los muchísimos asistentes al trascendental evento -algunos de ellos interesados o afectados, y muchos otros simplemente curiosos- se hallaba discretamente en la tribuna un cisne negro. Su mirada era de angustia e impotencia: la decisión que se tomase ese día sería para él muy relevante, pues de cierta manera formaba parte de los orígenes de aquella guerra devastadora.
Efectivamente, esa mañana se deslindarían responsabilidades sobre la mayor guerra en la historia, sobre las decenas de miles de muertes generadas, de los enormes costos económicos implicados en ella, de las naciones involucradas que habían sido asoladas, de los miles de inocentes huérfanos de guerra, y de la recesión económica que se sentía muchos años después de aquel desafortunado evento.
De pronto, una serie de golpes de martillo hicieron el silencio entre los excitados y apasionados asistentes: el juez daba por iniciado el juicio. Una bellísima mujer de unos cuarenta años, entró a la sala de audiencia, acompañada por dos guardas uniformadas.
Una vez sentada en la silla de los acusados, ella fue liberada de sus incómodas esposas. Dirigió
una mirada a la tribuna, y fijó la vista en el cisne negro, a quien se le nublaron de lágrimas los ojos mientras le devolvía la mirada.
Apareció en escena el fiscal. Dirigiendo una dura mirada a la acusada, y al mismo tiempo señalándola con el dedo, le dijo:
"Evitemos que toda la gente aquí presente pierda su tiempo. Reconoce tu culpabilidad y pasemos directamente a la sentencia."
"Me declaro inocente", contestó ella con firmeza.
El silencio en la sala era absoluto.
"Culparás entonces a tu belleza de la guerra, pero no nos engañas: manipulaste frívolamente a dos hombres y generaste una crisis internacional devastadora. No te juzgaremos por ser bella, sino por ser irresponsablemente bella. Jugaste al amor con gente importante y dañaste al mundo."
"Reconozco -dijo ella- que ser la mujer más bella de la Tierra es una enorme responsabilidad. Reconozco que mi belleza en parte generó el problema, pero no yo. No me pueden juzgar por culpa de los hombres que me sedujeron o dijeron amarme, cuando tal vez sólo me necesitaban. A su debido tiempo amé a cada uno de ellos."
“Además de haber seducido a Teseo y a Deífobo…”, dijo el fiscal.
“Su Señoría:” –dijo la acusada, con cara de fastidio, al juez. “Quíteme de encima a este perro de presa y permita que mi juicio sea justo. Para saber lo que realmente pasó y encontrar a los verdaderos culpables, se me debe permitir contar la historia completa, desde el principio…”
El juez no sabía como concentrarse en el juicio ante las bondades estéticas y persuasivas de la acusada, así que, saltándose un poco el protocolo, accedió a aceptar la propuesta de la mujer, ante el gesto adusto del embravecido fiscal.
Así, la acusada -ya menos presionada- empezó a narrar su historia.
“Empecemos por mis padres. Soy hija de Leda y de un majestuoso cisne negro. Mi belleza innegable es por ser hijo de ambos. Y quiero decir que tras de todo lo vivido, habría preferido no tenerla. Por ella he pagado un gran costo. Se me acaba de llamar irresponsablemente bella. Eso me hirió más que cualquier otro insulto imaginable.
Apenas era yo una niña cuando fui seducida por Teseo. El fiscal dirá que yo lo provoqué, pero no fue así. Él era un hombre mayor –un aventurero-, y yo una chiquilla con ganas de saber de la vida. Él me secuestró sin que yo supiese lo que hacía. En la ebriedad adolescente de los atractivos de un hombre maduro y experimentado, permití que la marea del amor me arrastrase.
Pocos meses después reconocí mi error, y también Teseo, quien pagó caro el haberme pretendido.
Fui rescatada por mis hermanos, y regresé a Lacedemonia con mi madre y su marido. Años después, Tíndaro, rey de Lacedemonia y esposo de mi madre Leda (quien había sido magnánimo con ella al perdonarla por sus deslices con el cisne negro), decidió que yo sería la heredera de su reino, por lo que convocó a todos los posibles pretendientes a conocerme, para que yo escogiera a uno de ellos como esposo y futuro rey de nuestro territorio.
Ahí conocí –entre muchos otros- a Menelao. No era un hombre muy atractivo, pero tenía talento y personalidad. No sé si me equivoqué al elegirlo. Realmente no lo amaba en aquella primera época, pero hoy sé que él ha sido lo más sólido que he tenido en la vida. Lo demás fue todo fantasía, éter, ilusiones. Me casé con él.
Al principio pensé que ambos nos habíamos comprometido por conveniencia. La política y la riqueza contaminan el amor. Él era pretencioso, y un día me hizo una propuesta que jamás debí haber aceptado. Por ella estoy aquí sentada, rindiendo cuentas a la humanidad.
Nos visitaba entonces en Esparta un príncipe troyano, un joven tan inexperto como atractivo. Su nombre era Paris. Algo mágico y erótico despertó en mí, y Menéalo, dándose cuenta de ello y en su ambicioso pragmatismo, cometió un error fatal. Me usó para lograr sus objetivos.
Troya era una ciudad lejana que controlaba el Helesponto, un paso marítimo obligado para quien deseaba comerciar con Asia. El control de ese estrecho implicaba controlar la economía de la Hélade y del mar Océano. Menéalo quería ser a toda costa el amo de esa importante lengua de mar.
Una noche que debió haber sido romántica, Menelao –mi propio marido- me propuso seducir a Paris. En mi inmadurez y con el enorme atractivo sexual que el príncipe troyano me generaba, no medí las consecuencias. Menelao sí lo hacía. Él quería hacerme amante del heredero de Troya para que yo mandase –por medio de mi belleza- en el Helesponto. Así Menelao controlaría económicamente el comercio del mundo conocido… o Esparta tendría una poderosa causa beli para declarar la guerra a Troya. Él lo tenía clarísimo, pero una mujer joven como yo lo era, no sabía de esas cosas.
Me dejé llevar por el erotismo del joven Paris. Afrodita –la diosa del amor- estaba pendiente de los eventos y completamente de su lado. Me perdí; no era lo que Menelao deseaba, pero el cuerpo y la gracia de Paris arrasaron con cualquier asomo de mi fuerza de voluntad.
Paris -completamente desconcertado por mi entrega y por la aparente indiferencia de Menelao- me propuso irme con él a Troya. Yo ya no sabía lo que hacía, ni qué era lo correcto. Acepté su propuesta. Aprovechando un viaje de Menelao, tomamos discretamente un barco, y en cuestión de días amanecí en Troya, una ciudad misteriosa, en donde fui recibida por Príamo, el padre de Paris, con mucha preocupación.
Este sabio hombre que amaba a su hijo, sabía que Troya se complicaría con mi presencia. Creo que el amor por su feliz y enamorado hijo nubló su cerebro, y finalmente fui bien recibida.
Menelao –un gran pragmático- no sufrió por mi fuga, puesto que no me amaba, sino que vio en ella la gran oportunidad de conquistar Troya y hacerse personalmente el amo del Helesponto. Así, movió sus influencias en la Hélade. Su hermano Agamenón, rey de Micenas, conocía el plan desde el principio, y se encargó de unir a todas las ciudades-estado de la Grecia para invadir Troya.
Mientras cientos de miles de soldados se reclutaban en la península, mientras cientos de barcos eran armados en los astilleros de Atenas, yo vivía un romance irresponsable con Paris. Incluso llegué a advertirle que detrás de mi acercamiento estaba la intención de Menelao de influir políticamente en Troya. Pero ambos estábamos enamorados, y solamente pensábamos en nuestro romance. Mi sincero comentario sobre las intenciones de mi esposo se perdió en un mar de besos y caricias.
La reacción griega tardó mucho en darse, y los espías de Príamo fueron seguramente sobornados, pues jamás llegaron a Troya noticias de lo que se estaba gestando a pocas leguas marítimas de nuestra bella ciudad amurallada. Así, todos nos confiamos.
Paris y yo nos casamos, y Príamo brindó por nosotros durante la boda, ignorante de que en ese momento las tropas griegas empezaban a concentrarse en los puertos. Una semana después, Troya amaneció con una terrible noticia: cientos de veleros y trirremes griegos aparecieron en el horizonte, rodeando toda la costa de Lidia y el estrecho de los Dardanelos.
El desembarque de miles de soldados se dio enseguida. Troya llamó a sus habitantes a refugiarse en el recinto interior de las murallas, y el sitio de nuestra ciudad comenzó.
Dicen que un mensajero griego propuso a Príamo que yo fuese devuelta a Menelao y que a partir de ahí todo se solucionaría, pero no fue así. O tal vez sí lo fue, pero Príamo amaba tanto a su hijo y a mí, que prefirió enfrentarse al enorme problema.
Empezaron a escasear los víveres. Nuestras tropas salían eventualmente de las murallas a tratar de abrir accesos para que nos llegase abastecimiento, pero nunca lo lograron. Entramos en racionamiento de alimentos.
La gente de la ciudad estaba dividida respecto a mí: unos me culpaban por el conflicto; otros –más inteligentes- veían que el problema no era yo, sino la ambición griega por el oro de Troya y por el control del comercio con Asia. Como sea, Príamo nos asignó guardias de seguridad día y noche.
Pasaron dos largos y difíciles años. La derrota era inminente, y Príamo buscaba una salida digna al conflicto. Él habría aceptado ser súbdito de Menelao y Agamenón, pero a cambio de que su pueblo no pasase hambre y de que su familia no se viese afectada por los eventos.
Pero un día vino una propuesta desde el interior de las murallas. Esa situación haría cambiar todos mis sentimientos y actitudes hacia mi hasta entonces amado esposo Paris.
Aparentemente con sentimiento de culpa por la tragedia que vivía nuestra ciudad, Paris nos hizo creer que resolvería la crisis retando a Menelao en un duelo a muerte. Menelao aceptó, pues –hombre sabio y pragmático- sabía que Paris no era un guerrero. Efectivamente, casi al iniciar el duelo, mi amado Paris se retiró de la contienda, ayudado por Afrodita, quien se lo llevó dentro de una espesa nube que apareció en el campo.
Paris no murió, y dejó en claro que era poca cosa y que su amor por mí era insignificante. Me sentí abandonada por la suerte. Nunca más lo quise volver a ver.
Al desaparecer Paris de mi vida, Príamo –según él preocupado por mi suerte- me sugirió que me casase con su otro hijo Deífobo. Nunca entendí de qué se trataba aquello, pero me hablaban de cuestiones dinásticas y costumbres ancestrales troyanas. Acepté el matrimonio, pues temía que, de no aceptarlo, sería arrojada por Príamo fuera de las murallas: a esas alturas, mi presencia perturbaba Troya, y ya estaba claro que yo ya no era para nadie una moneda de cambio:
Menelao y Agamenón disfrutaban pensando en la manera en que la Hélade, gracias a ellos, había ampliado enormemente su horizonte comercial. Finalmente Troya se rindió. La maniobra del famoso caballo de madera influyó mucho en la ignorancia religiosa troyana.
Fui tomada prisionera por unos soldados de Micenas, quienes me llevaron con Menelao. Él estaba muy ocupado negociando la rendición de la plaza, así que tardó un par de días en visitarme en mi lujosa prisión de tela en las afueras de Troya.
Cuando Menelao pensaba que me iba a encontrar sumisa, arrepentida y derrotada, se llevó una gran sorpresa. Lo insulté, pues ahora tenía muy claro todo lo que había ocurrido desde un principio. Él nunca me había amado. Desde mucho antes de conocerme, ya pretendía la conquista de Troya. Para él fue una gran oportunidad cuando mi padrastro Tíndaro me subastó entre los príncipes de la Hélade. Me adquirió cual herramienta de lujo, y me usó para resolver sus ambiciones. Le pedí que me matase. Quedó desconcertado, pues él siempre había pensado que yo era una débil y caprichosa princesita de poco carácter.
Si bien Menelao ganó la guerra de Troya, conmigo perdió su guerra existencial. Durante las pláticas reconciliatorias que tuvimos esos primeros días, él se dio cuenta de que yo era una mujer muy fuerte, dispuesta a asumir hasta las últimas consecuencias mi parte de la responsabilidad de lo ocurrido.
Se enamoró de mí por primera vez, no de la banal y bella veleta de antes, sino de la mujer hecha que estaba descubriendo en ese momento. Me pidió que volviese a ser su esposa. Le advertí de que nuestro regreso a Esparta sería muy conflictivo, pues habían muerto -por culpa de ambos- varios miles de jóvenes espartanos. Sus familias –ignorantes de las fuerzas bélicas que destapa la ambición económica- me culparían del desastre, y reprocharían a Menelao el haberse reconciliado conmigo. Ambos decidimos asumir el riesgo. Le di a Menelao el beneficio de la duda.
El regreso a Esparta se complicó por muchas razones irrelevantes que no viene al caso mencionar. Tardamos ocho años en regresar a Esparta, en donde una nación dividida nos esperaba. Muchos deseaban volver a la normalidad de ser gobernados por un rey triunfador casado con una legendaria belleza; otros me odiaban por lo ocurrido.
La normalidad regresó. El tiempo me hizo ver que Menelao había cambiado y que ahora sí me amaba. Decidí tener una hija con él. Nació Hermione. No era bella, sino inteligente, lo cual me pareció maravilloso. En esa época –igual que hoy- maldecía las consecuencias de mi belleza.
Sin embargo, tras de la felicidad de nuestro matrimonio, quedaron miles de héroes y de jóvenes guerreros griegos y troyanos muertos, miles de huérfanos de guerra, y muchos problemas económicos producto de la impetuosa destrucción bélica de cultivos y granjas.
Unos años después, Menelao murió angustiado. Sabía que él –y nadie más que él- había generado esa guerra. Sabía que me había manipulado y que me había lanzado a aventuras nada deseables de todo tipo. En su lecho de muerte le dije mil veces que yo la había perdonado, que compartía sus errores, que lo amaba. No sé si él me perdonó a mí. Ya desaparecido Menelao, mis remordimientos crecieron.
Soy consciente de los daños generados. Me entregué voluntariamente a este tribunal, pues quiero ser juzgada y pagar por mis errores. Pero exijo objetividad. No acepto para nada la acusación de belleza irresponsable. No acepto la acusación de haber manipulado a hombres importantes.
Me acuso de no haber meditado las consecuencias de mis actos, de haber amado irresponsablemente. Pero nunca aceptaré cargos por manipulación de hombres ni por belleza irresponsable.
Este tribunal podrá condenarme a muerte –casi lo deseo-, pero en mis adentros sé quién soy y lo que hice.
Quien manipula a los humanos es la Ambición, una extraña y poderosa diosa que no figura en la nómina olímpica, mucho más poderosa que Zeus y Afrodita. Menelao fue su víctima, igual que yo, que Paris, que Príamo, que todos los héroes y jóvenes guerreros griegos y troyanos que murieron en el conflicto que ella generó.
Ella es quien debe ser juzgada, pues queda claro que la impunidad de que goza no queda aquí: seguirá generando conflictos y guerras; seguirá matando inocentes, destruyendo hogares, aniquilando a la gente.
Pero francamente, no espero de este inmaduro tribunal más que mi condena fatal. La asumo consciente, pero no por ello voy a dejar de advertir al fiscal y al jurado en pleno que condenan a las consecuencias y no a la causa: la Ambición seguirá haciendo estragos entre los hombres.
Se adueñará del Olimpo, de los Cielos, de los gobiernos, de las naciones, de las sociedades.
Espero complacida mi sentencia de muerte. He dicho lo que tenía que decir. Sé que nadie, excepto mi amado padre biológico presente en la tribuna, me ha escuchado, pero tan sólo el haber dicho la verdad, me libera de cualquier angustia.”
Helena de Troya fue condenada a muerte esa tarde. Cuando escuchó la sentencia, la asumió con una leve sonrisa.
El cisne negro –su padre biológico- lloró la sentencia desconsolado.
La Ambición sigue libre, haciendo de las suyas.