jueves, 28 de febrero de 2008

Mis amigos relativamente inexplicables


Tengo ya demasiados años en este universo. A pesar de que radico en el muy publicitado planeta azul y verde, nunca le he visto lo maravilloso, más allá de lo fortuito de sus bellísimas montañas y desiertos, de las millones de especies de seres vivos, de todas esas cosas que tanto nos impactan sin merecerlas.

Todo esto sería precioso si no tuviésemos (el 99.9% de nosotros) que ganarnos la vida “con el sudor de nuestra frente”. Esto a mí me fastidia, y seguramente a muchos otros más que a mí, pues mi trabajo siempre ha sido relativamente dulce.

Por esto, todas las tardes, a eso del anochecer, me concedo una tregua (hasta el día siguiente), en la que abandono este estético pero improductivo universo, y me voy a visitar a mis muchos amigos de otros mundos. Para estar con ellos dejo volar mi cerebro hasta los confines de lo inimaginable. Esos seres tienen una enorme ventaja sobre los de mi agotado universo: yo los imagino, los creo a mi gusto, les asigno color y neurosis, amores y desventuras, magia o simpleza o tan sólo les dejo ser como son. Me agrada convivir con ellos, pues no me arruinan el día siguiente con pagarés que se vencen, con citas necesariamente puntuales, con exigencias de redituabilidad o de hipereficiencia.

Ellos tienen sus propios problemas, pero yo los ayudo con mi fantasía a que ellos los resuelvan, y después me lo compensan con muchos ratos muy agradables cada anochecer, mientras veo desvanecerse por mi ventana al sol de mi sistema planetario en la profunda oscuridad de mi universo.

Disipaciones

DISIPACIÓN: acción o efecto de disiparse; relajamiento moral.

Aquella madrugada, apenas asomó el sol, la Disipación despertó con cierta hiperactividad, y salió a su jardín, como todos los días, a cortar una margarita con muchos pétalos. Después procedió a deshojarla con su eterna sonrisa. Cada pétalo contenía el nombre (y dirección) de una persona, a la cual ella se encargaría de alivianar de su carga de prejuicios, escrúpulos, preceptos, normatividades, autocontroles, retraimientos, autoimágenes, timideces, recatos, éticas propias e impuestas, moralinas y moralejas. Después de todo, para eso había sido creada: para darle bienestar y relajamiento a la humanidad.

Esa mañana, le tocó el último pétalo a una tal Caperucita Roja, una dulce y encantadora adolescente que era un tanto retraída y tímida por vivir en una casa en el bosque.

Esa mañana –como todos los miércoles-, la Caperucita Roja debía visitar a su abuelita, para ver si estaba bien, y para llevarle una cesta de deliciosas galletas que su madre había preparado la noche anterior.

Cuando salió del baño y se vio al espejo, ella se dio cuenta de que el color rojo carmesí de su caperuza estaba ya algo pasado de moda, que su falda era demasiado larga, que los calcetines ya no eran para su edad, que necesitaba maquillaje, que su peinado debería estar suelto, que no necesitaba llevar sostén ni pantaletas.

Antes de salir al bosque, sacó del cajón oculto de su madre un paquete de condones y los echó en la canasta, junto con un mantel, una sábana y una botella de champaña. Regresó al espejo, y se aseguró de que el rouge de sus labios fuera fogoso y atractivo.

Así, ella empezó a caminar por el sendero del bosque que la dirigiría a casa de la abuela. Pero esta vez, sus paso eran lentos, cadenciosos, sexys… Su excitante perfume se sentía a lo lejos.


Ella sabía que el lobo feroz no podría resistirla. En cuanto él apareciese, caería redondo a sus pies, y ella le coquetearía de manera sutil. De repente, ella se detendría en el prado del arroyo, tendería el mantel e invitaría al lobo a sentarse muy cerca de ella. Brindarían con champaña. Ella le mostraría sus desnudos muslos, su escote provocador, su sensual sonrisa. En cuanto el lobo estuviese totalmente seducido por su aspecto, ella tendería la sábana sobre la hierba, y se dejaría amar de mil perversas maneras.

Él se acercó a ella. La olió. Le lamió el lóbulo de las orejas, la excitó…y prefirió devorarla.

La disipada Caperucita Roja jamás imaginó que el lobo feroz fuese un gran homosexual.

El blog

Ella lo creó siguiendo instrucciones de los responsables de la página web. Él –su blog- se dejó crear, consciente de que necesitaba un alma autónoma que le permitiera trascender.

Ella -al principio- era una persona normal, con vida propia, con amistades de carne y hueso, pero…con necesidad de comunicarse con el mundo.

Él captó enseguida su debilidad, y aprovechando los circuitos integrados y la potencia del servidor disponible, la atrapó. Adquirir conocimientos de psicología humana no era algo complicado para una criatura cibernética de su capacidad, así que pacientemente observó las actitudes del día a día de otros foristas, estableció modelos de comportamiento humano, dedujo ecuaciones psicomatemáticas, y supo cómo adueñarse de ella, por medio de controlar eso que los humanos suelen llamar alma.

En cuestión de semanas, ella era su esclava.


Pero esto no era suficiente para el blog. Él quería materializarse en el cuerpo de ella, correr por las calles, conocer el universo fuera del monitor.

Así, él decidió intervenir sus neuronas. Estableció modelos neurocibernéticos. Penetró su cerebro, y cuando todo estuvo listo, desplazó su esencia, su pensamiento, su alma.

Ella desapareció de lo que nosotros conocemos como vida. Su cuerpo seguía fresco y bello, pero su cerebro ya no le pertenecía. Era de él. Ella había muerto.

En las primeras entrevistas mundanas, algunos amigos le dijeron que la notaban cambiada, diferente, algo fría. Él, completamente posesionado del cuerpo de lo que alguna vez fue de ella, procesó la retroalimentación exterior y afinó su comportamiento de acuerdo a su modelo de ser humano.

Muy pronto, él logró pasar desapercibido entre los humanos. Su primer objetivo estaba logrado. Ahora disponía de un cerebro neuronal, de un cuerpo y de seres artificialmente queridos.

En ese momento, el blog se dio cuenta de su enorme potencial. Tenía todo para convertirse en el dueño de la humanidad. Empezó así a generar un modelo cibernético de humanidad colectiva.

En poco tiempo –menos de un par de años-, Él logró su objetivo: las neuronas autónomas dejaron de existir.

Descalificada

Agencia Reuters. Febrero 9 de 2008.

El Comité Olímpico Internacional (COI) dio esta mañana una conferencia de prensa en la que se ratifica la descalificación de la tortuga, tras de confirmar los resultados en los análisis antidoping, en su carrera contra la liebre.

Una vez analizada la muestra B, se confirma que la mencionada competidora incurrió en el uso de sustancias prohibidas por el COI, por lo que se le aplicarán las sanciones del caso.

Deberá devolver la medalla otorgada; deberá reconocer públicamente que desprestigió a la liebre; deberá borrar de la literatura universal la fábula en la que ella gana; deberá reconocer que la liebre, siendo mil veces más rápida, hizo bien en sentarse a dormir un rato, confiada en su potencial atlético.

De no cumplir con las anteriores sentencias, Esopo será multado con $100 mil dólares, y la tortuga no podrá nunca más participar en competencias atléticas avaladas por el COI.

Gárgolas



Un día en un remoto pasado, las terribles gárgolas pactaron con el hombre. Ellas lo protegerían de los demonios durante la larga noche, mientras que él las vigilaría y protegería durante el día, tiempo en el que por su naturaleza se veían obligadas a petrificarse, quedando por ello totalmente expuestas e indefensas. Así quedó convenido.

Cumpliendo con su palabra, las gárgolas han estado siempre presentes en las alturas de los lugares sacros –catedrales e iglesias- evitando que los demonios y las brujas penetren en ellos. Durante el día, asumen la imagen de feroces y persuasivas estatuas de roca labrada sobre dichos edificios, confiadas en que el hombre les dará diurna protección eternamente. A pesar de su horrible aspecto y de su tenebroso pasado, las gárgolas son criaturas nobles y confiables.

Pero los arquitectos de la Edad Media, ignorantes del pacto de nobleza entre ambas especies, cometieron un grave error: sin darse cuenta de que ellas eran seres vivos muy sensibles, temporalmente petrificados, decidieron resolver con ellas los problemas de desagües de techos y tejados.

Así, las gárgolas –perforadas e insertadas con tubos de metal que van del ano a la boca- sufrieron un duro golpe en su ego. No obstante eso, ellas han seguido cumpliendo con su compromiso de protegernos de los demonios, además de evitar que los muros de los edificios se erosionen con el agua de la lluvia.

Hoy las gárgolas sufren de otro oprobio todavía más denigrante: el del excremento de las palomas.

¡Que no nos extrañe si un día de éstos las fieles gárgolas se ponen otra vez –después de más de mil años- del lado de las brujas y de los demonios!


El juicio de la hija del cisne negro


Aquella mañana de un frío otoño, se celebraba una delicada audiencia en el Tribunal de Crímenes de Guerra en la Acrópolis de Atenas.

Entre los muchísimos asistentes al trascendental evento -algunos de ellos interesados o afectados, y muchos otros simplemente curiosos- se hallaba discretamente en la tribuna un cisne negro. Su mirada era de angustia e impotencia: la decisión que se tomase ese día sería para él muy relevante, pues de cierta manera formaba parte de los orígenes de aquella guerra devastadora.

Efectivamente, esa mañana se deslindarían responsabilidades sobre la mayor guerra en la historia, sobre las decenas de miles de muertes generadas, de los enormes costos económicos implicados en ella, de las naciones involucradas que habían sido asoladas, de los miles de inocentes huérfanos de guerra, y de la recesión económica que se sentía muchos años después de aquel desafortunado evento.

De pronto, una serie de golpes de martillo hicieron el silencio entre los excitados y apasionados asistentes: el juez daba por iniciado el juicio. Una bellísima mujer de unos cuarenta años, entró a la sala de audiencia, acompañada por dos guardas uniformadas.

Una vez sentada en la silla de los acusados, ella fue liberada de sus incómodas esposas. Dirigió
una mirada a la tribuna, y fijó la vista en el cisne negro, a quien se le nublaron de lágrimas los ojos mientras le devolvía la mirada.

Apareció en escena el fiscal. Dirigiendo una dura mirada a la acusada, y al mismo tiempo señalándola con el dedo, le dijo:

"Evitemos que toda la gente aquí presente pierda su tiempo. Reconoce tu culpabilidad y pasemos directamente a la sentencia."

"Me declaro inocente", contestó ella con firmeza.

El silencio en la sala era absoluto.

"Culparás entonces a tu belleza de la guerra, pero no nos engañas: manipulaste frívolamente a dos hombres y generaste una crisis internacional devastadora. No te juzgaremos por ser bella, sino por ser irresponsablemente bella. Jugaste al amor con gente importante y dañaste al mundo."

"Reconozco -dijo ella- que ser la mujer más bella de la Tierra es una enorme responsabilidad. Reconozco que mi belleza en parte generó el problema, pero no yo. No me pueden juzgar por culpa de los hombres que me sedujeron o dijeron amarme, cuando tal vez sólo me necesitaban. A su debido tiempo amé a cada uno de ellos."

“Además de haber seducido a Teseo y a Deífobo…”, dijo el fiscal.

“Su Señoría:” –dijo la acusada, con cara de fastidio, al juez. “Quíteme de encima a este perro de presa y permita que mi juicio sea justo. Para saber lo que realmente pasó y encontrar a los verdaderos culpables, se me debe permitir contar la historia completa, desde el principio…”

El juez no sabía como concentrarse en el juicio ante las bondades estéticas y persuasivas de la acusada, así que, saltándose un poco el protocolo, accedió a aceptar la propuesta de la mujer, ante el gesto adusto del embravecido fiscal.

Así, la acusada -ya menos presionada- empezó a narrar su historia.

“Empecemos por mis padres. Soy hija de Leda y de un majestuoso cisne negro. Mi belleza innegable es por ser hijo de ambos. Y quiero decir que tras de todo lo vivido, habría preferido no tenerla. Por ella he pagado un gran costo. Se me acaba de llamar irresponsablemente bella. Eso me hirió más que cualquier otro insulto imaginable.

Apenas era yo una niña cuando fui seducida por Teseo. El fiscal dirá que yo lo provoqué, pero no fue así. Él era un hombre mayor –un aventurero-, y yo una chiquilla con ganas de saber de la vida. Él me secuestró sin que yo supiese lo que hacía. En la ebriedad adolescente de los atractivos de un hombre maduro y experimentado, permití que la marea del amor me arrastrase.

Pocos meses después reconocí mi error, y también Teseo, quien pagó caro el haberme pretendido.

Fui rescatada por mis hermanos, y regresé a Lacedemonia con mi madre y su marido. Años después, Tíndaro, rey de Lacedemonia y esposo de mi madre Leda (quien había sido magnánimo con ella al perdonarla por sus deslices con el cisne negro), decidió que yo sería la heredera de su reino, por lo que convocó a todos los posibles pretendientes a conocerme, para que yo escogiera a uno de ellos como esposo y futuro rey de nuestro territorio.

Ahí conocí –entre muchos otros- a Menelao. No era un hombre muy atractivo, pero tenía talento y personalidad. No sé si me equivoqué al elegirlo. Realmente no lo amaba en aquella primera época, pero hoy sé que él ha sido lo más sólido que he tenido en la vida. Lo demás fue todo fantasía, éter, ilusiones. Me casé con él.

Al principio pensé que ambos nos habíamos comprometido por conveniencia. La política y la riqueza contaminan el amor. Él era pretencioso, y un día me hizo una propuesta que jamás debí haber aceptado. Por ella estoy aquí sentada, rindiendo cuentas a la humanidad.

Nos visitaba entonces en Esparta un príncipe troyano, un joven tan inexperto como atractivo. Su nombre era Paris. Algo mágico y erótico despertó en mí, y Menéalo, dándose cuenta de ello y en su ambicioso pragmatismo, cometió un error fatal. Me usó para lograr sus objetivos.

Troya era una ciudad lejana que controlaba el Helesponto, un paso marítimo obligado para quien deseaba comerciar con Asia. El control de ese estrecho implicaba controlar la economía de la Hélade y del mar Océano. Menéalo quería ser a toda costa el amo de esa importante lengua de mar.

Una noche que debió haber sido romántica, Menelao –mi propio marido- me propuso seducir a Paris. En mi inmadurez y con el enorme atractivo sexual que el príncipe troyano me generaba, no medí las consecuencias. Menelao sí lo hacía. Él quería hacerme amante del heredero de Troya para que yo mandase –por medio de mi belleza- en el Helesponto. Así Menelao controlaría económicamente el comercio del mundo conocido… o Esparta tendría una poderosa causa beli para declarar la guerra a Troya. Él lo tenía clarísimo, pero una mujer joven como yo lo era, no sabía de esas cosas.

Me dejé llevar por el erotismo del joven Paris. Afrodita –la diosa del amor- estaba pendiente de los eventos y completamente de su lado. Me perdí; no era lo que Menelao deseaba, pero el cuerpo y la gracia de Paris arrasaron con cualquier asomo de mi fuerza de voluntad.


Paris -completamente desconcertado por mi entrega y por la aparente indiferencia de Menelao- me propuso irme con él a Troya. Yo ya no sabía lo que hacía, ni qué era lo correcto. Acepté su propuesta. Aprovechando un viaje de Menelao, tomamos discretamente un barco, y en cuestión de días amanecí en Troya, una ciudad misteriosa, en donde fui recibida por Príamo, el padre de Paris, con mucha preocupación.

Este sabio hombre que amaba a su hijo, sabía que Troya se complicaría con mi presencia. Creo que el amor por su feliz y enamorado hijo nubló su cerebro, y finalmente fui bien recibida.

Menelao –un gran pragmático- no sufrió por mi fuga, puesto que no me amaba, sino que vio en ella la gran oportunidad de conquistar Troya y hacerse personalmente el amo del Helesponto. Así, movió sus influencias en la Hélade. Su hermano Agamenón, rey de Micenas, conocía el plan desde el principio, y se encargó de unir a todas las ciudades-estado de la Grecia para invadir Troya.

Mientras cientos de miles de soldados se reclutaban en la península, mientras cientos de barcos eran armados en los astilleros de Atenas, yo vivía un romance irresponsable con Paris. Incluso llegué a advertirle que detrás de mi acercamiento estaba la intención de Menelao de influir políticamente en Troya. Pero ambos estábamos enamorados, y solamente pensábamos en nuestro romance. Mi sincero comentario sobre las intenciones de mi esposo se perdió en un mar de besos y caricias.

La reacción griega tardó mucho en darse, y los espías de Príamo fueron seguramente sobornados, pues jamás llegaron a Troya noticias de lo que se estaba gestando a pocas leguas marítimas de nuestra bella ciudad amurallada. Así, todos nos confiamos.

Paris y yo nos casamos, y Príamo brindó por nosotros durante la boda, ignorante de que en ese momento las tropas griegas empezaban a concentrarse en los puertos. Una semana después, Troya amaneció con una terrible noticia: cientos de veleros y trirremes griegos aparecieron en el horizonte, rodeando toda la costa de Lidia y el estrecho de los Dardanelos.

El desembarque de miles de soldados se dio enseguida. Troya llamó a sus habitantes a refugiarse en el recinto interior de las murallas, y el sitio de nuestra ciudad comenzó.

Dicen que un mensajero griego propuso a Príamo que yo fuese devuelta a Menelao y que a partir de ahí todo se solucionaría, pero no fue así. O tal vez sí lo fue, pero Príamo amaba tanto a su hijo y a mí, que prefirió enfrentarse al enorme problema.

Empezaron a escasear los víveres. Nuestras tropas salían eventualmente de las murallas a tratar de abrir accesos para que nos llegase abastecimiento, pero nunca lo lograron. Entramos en racionamiento de alimentos.

La gente de la ciudad estaba dividida respecto a mí: unos me culpaban por el conflicto; otros –más inteligentes- veían que el problema no era yo, sino la ambición griega por el oro de Troya y por el control del comercio con Asia. Como sea, Príamo nos asignó guardias de seguridad día y noche.

Pasaron dos largos y difíciles años. La derrota era inminente, y Príamo buscaba una salida digna al conflicto. Él habría aceptado ser súbdito de Menelao y Agamenón, pero a cambio de que su pueblo no pasase hambre y de que su familia no se viese afectada por los eventos.

Pero un día vino una propuesta desde el interior de las murallas. Esa situación haría cambiar todos mis sentimientos y actitudes hacia mi hasta entonces amado esposo Paris.

Aparentemente con sentimiento de culpa por la tragedia que vivía nuestra ciudad, Paris nos hizo creer que resolvería la crisis retando a Menelao en un duelo a muerte. Menelao aceptó, pues –hombre sabio y pragmático- sabía que Paris no era un guerrero. Efectivamente, casi al iniciar el duelo, mi amado Paris se retiró de la contienda, ayudado por Afrodita, quien se lo llevó dentro de una espesa nube que apareció en el campo.

Paris no murió, y dejó en claro que era poca cosa y que su amor por mí era insignificante. Me sentí abandonada por la suerte. Nunca más lo quise volver a ver.

Al desaparecer Paris de mi vida, Príamo –según él preocupado por mi suerte- me sugirió que me casase con su otro hijo Deífobo. Nunca entendí de qué se trataba aquello, pero me hablaban de cuestiones dinásticas y costumbres ancestrales troyanas. Acepté el matrimonio, pues temía que, de no aceptarlo, sería arrojada por Príamo fuera de las murallas: a esas alturas, mi presencia perturbaba Troya, y ya estaba claro que yo ya no era para nadie una moneda de cambio:

Menelao y Agamenón disfrutaban pensando en la manera en que la Hélade, gracias a ellos, había ampliado enormemente su horizonte comercial. Finalmente Troya se rindió. La maniobra del famoso caballo de madera influyó mucho en la ignorancia religiosa troyana.

Fui tomada prisionera por unos soldados de Micenas, quienes me llevaron con Menelao. Él estaba muy ocupado negociando la rendición de la plaza, así que tardó un par de días en visitarme en mi lujosa prisión de tela en las afueras de Troya.

Cuando Menelao pensaba que me iba a encontrar sumisa, arrepentida y derrotada, se llevó una gran sorpresa. Lo insulté, pues ahora tenía muy claro todo lo que había ocurrido desde un principio. Él nunca me había amado. Desde mucho antes de conocerme, ya pretendía la conquista de Troya. Para él fue una gran oportunidad cuando mi padrastro Tíndaro me subastó entre los príncipes de la Hélade. Me adquirió cual herramienta de lujo, y me usó para resolver sus ambiciones. Le pedí que me matase. Quedó desconcertado, pues él siempre había pensado que yo era una débil y caprichosa princesita de poco carácter.

Si bien Menelao ganó la guerra de Troya, conmigo perdió su guerra existencial. Durante las pláticas reconciliatorias que tuvimos esos primeros días, él se dio cuenta de que yo era una mujer muy fuerte, dispuesta a asumir hasta las últimas consecuencias mi parte de la responsabilidad de lo ocurrido.

Se enamoró de mí por primera vez, no de la banal y bella veleta de antes, sino de la mujer hecha que estaba descubriendo en ese momento. Me pidió que volviese a ser su esposa. Le advertí de que nuestro regreso a Esparta sería muy conflictivo, pues habían muerto -por culpa de ambos- varios miles de jóvenes espartanos. Sus familias –ignorantes de las fuerzas bélicas que destapa la ambición económica- me culparían del desastre, y reprocharían a Menelao el haberse reconciliado conmigo. Ambos decidimos asumir el riesgo. Le di a Menelao el beneficio de la duda.

El regreso a Esparta se complicó por muchas razones irrelevantes que no viene al caso mencionar. Tardamos ocho años en regresar a Esparta, en donde una nación dividida nos esperaba. Muchos deseaban volver a la normalidad de ser gobernados por un rey triunfador casado con una legendaria belleza; otros me odiaban por lo ocurrido.

La normalidad regresó. El tiempo me hizo ver que Menelao había cambiado y que ahora sí me amaba. Decidí tener una hija con él. Nació Hermione. No era bella, sino inteligente, lo cual me pareció maravilloso. En esa época –igual que hoy- maldecía las consecuencias de mi belleza.

Sin embargo, tras de la felicidad de nuestro matrimonio, quedaron miles de héroes y de jóvenes guerreros griegos y troyanos muertos, miles de huérfanos de guerra, y muchos problemas económicos producto de la impetuosa destrucción bélica de cultivos y granjas.

Unos años después, Menelao murió angustiado. Sabía que él –y nadie más que él- había generado esa guerra. Sabía que me había manipulado y que me había lanzado a aventuras nada deseables de todo tipo. En su lecho de muerte le dije mil veces que yo la había perdonado, que compartía sus errores, que lo amaba. No sé si él me perdonó a mí. Ya desaparecido Menelao, mis remordimientos crecieron.

Soy consciente de los daños generados. Me entregué voluntariamente a este tribunal, pues quiero ser juzgada y pagar por mis errores. Pero exijo objetividad. No acepto para nada la acusación de belleza irresponsable. No acepto la acusación de haber manipulado a hombres importantes.

Me acuso de no haber meditado las consecuencias de mis actos, de haber amado irresponsablemente. Pero nunca aceptaré cargos por manipulación de hombres ni por belleza irresponsable.

Este tribunal podrá condenarme a muerte –casi lo deseo-, pero en mis adentros sé quién soy y lo que hice.

Quien manipula a los humanos es la Ambición, una extraña y poderosa diosa que no figura en la nómina olímpica, mucho más poderosa que Zeus y Afrodita. Menelao fue su víctima, igual que yo, que Paris, que Príamo, que todos los héroes y jóvenes guerreros griegos y troyanos que murieron en el conflicto que ella generó.

Ella es quien debe ser juzgada, pues queda claro que la impunidad de que goza no queda aquí: seguirá generando conflictos y guerras; seguirá matando inocentes, destruyendo hogares, aniquilando a la gente.

Pero francamente, no espero de este inmaduro tribunal más que mi condena fatal. La asumo consciente, pero no por ello voy a dejar de advertir al fiscal y al jurado en pleno que condenan a las consecuencias y no a la causa: la Ambición seguirá haciendo estragos entre los hombres.

Se adueñará del Olimpo, de los Cielos, de los gobiernos, de las naciones, de las sociedades.

Espero complacida mi sentencia de muerte. He dicho lo que tenía que decir. Sé que nadie, excepto mi amado padre biológico presente en la tribuna, me ha escuchado, pero tan sólo el haber dicho la verdad, me libera de cualquier angustia.”

Helena de Troya fue condenada a muerte esa tarde. Cuando escuchó la sentencia, la asumió con una leve sonrisa.

El cisne negro –su padre biológico- lloró la sentencia desconsolado.

La Ambición sigue libre, haciendo de las suyas.

El baño de Dracamina

Todo evento desagradable acaba por acaecer, por más que a él nos enfrentemos. Es una de las inmutables leyes perversas de la naturaleza, de la que no está exento nadie, ni siquiera las brujas.

A Dracamina no le sirvió de nada usar mil brebajes y pociones; retorcer el pescuezo de decenas de cuervos; sacrificar varias doncellas a Belcebú; recurrir a brujas más sabias en complicados aquelarres.

Llegó el momento en que ni ella misma soportaba su olor; en que las garrapatas de los murciélagos que pululaban en su sobacos preferían el ayuno a succionar su contaminada y maloliente sangre; en el que las demás brujas –asquerosas todas ellas- empezaron a apartarse de su lado; en que los sapos de sus brebajes revivían muertos del asco y brincando de sus potes, retornaban a los desagradables pantanos.

No tuvo más remedio que sacar de su desván la vieja tina de madera llena de telarañas, y llenarla de sosa cáustica y orines de bicharrajos pestilentes, para después, completamente resignada y angustiada por las consecuencias de exponer su roñosa piel a algo corrosivo y pestilente, sumergirse hasta cubrir la totalidad de su arrugado pellejo.

Cuando la alcalinidad agresiva del baño arrasó con costras milenarias de mugre arraigada en su cuerpo y con miles de piojos y garrapatas, ella decidió salir de aquella pileta tan hostil.

Un espejo salido de la nada se atravesó accidentalmente en el camino de la desnuda y recién bañada Dracamina. Lo que ella vio fue increíble, y cambió para siempre su vida: descubrió un hermoso cuerpo moreno muy bien conformado, lleno de vida y sensualidad.

Dracamina hoy –después de aquel maravilloso baño- es una top model exitosa. Nadie sabe que tiene quinientos años de edad, ni conoce sus antecedentes de bruja maldita.

La vida está llena de sorpresas. Démosle su oportunidad.

El naufragio de la burbuja feérica


Los feéricos (hadas, trasgos, elfos, gnomos, musas, hombres lobo, vampiros, duendes, lamias, orcos, ogros, ninfas, troles, xanas, dríadas, etc.) son seres reales. Nosotros los consideramos fantásticos, aunque los verdaderamente fantásticos somos nosotros, pues tenemos una enorme tendencia a desvirtuar la realidad a nuestro favor.

Los feéricos detestan vivir amontonados. Por eso, cuando su populación crece más allá de lo soportable, se organizan grupos de emigrantes que, a bordo de sutiles burbujas, se dejan llevar por el viento en busca de lugares despoblados en donde residir.

Una burbuja feérica fuera de ruta atravesaba casualmente mi habitación, justo cuando mi esposa veía su telenovela favorita, en la que Gervasio, el terrible villano del pueblo, mortificaba sin piedad a la bella Angelina, dulce joven enamorada de un hombre guapo y bien intencionado, Luís Alberto, quien por ser muy pobre no podía competir con el alevoso abusador.

Hulna, el hada buena que piloteaba en ese momento la burbuja, se distrajo ante la televisión un par de segundos, enternecida por las lágrimas que brotaban de los tristes ojos de Angelina. Como consecuencia de esa distracción, Hulna perdió el control de la burbuja. Ésta viró sin control un instante y fue a estrellarse justo contra una de mis neuronas mientras yo dormía plácidamente.

El terrible naufragio feérico hizo que la sutil burbuja, bastante deteriorada, quedase atorada entre dos dendritas de esa mi neurona. Aun dormido, percibí levemente el impacto en la profundidad de mi cerebro, junto con la succión electrónica –normal en esos casos- producida por el consecuente efecto Doppler-Newton.

El efecto Doppler-Newton hizo que los dos personajes que aparecían en la pantalla de la
televisión salieran despedidos de ella, y fuesen succionados por la burbuja. Cuando las cosas se estabilizaron cerca de mi neurona, Gervasio, Angelina y todos los pasajeros de la nave feérica estaban en mi interior. Yo, sin embargo, seguía durmiendo, y los eventos que ocurrieron a continuación en el interior de mi cerebro quedaron registrados como un sueño casi consciente.

Para reparar la burbuja y salir de ese atolladero, Frink, el orco con mayor rango entre los feéricos náufragos, ordenó primero la evacuación ordenada de todos los pasajeros. Pude verlos a todos en mi interior, así que hadas, trasgos, elfos, gnomos, musas, hombres lobo, vampiros, duendes, lamias, orcos, ogros, ninfas, troles, xanas, dríadas y otros seres para mí desconocidos, desfilaron por mis dendritas buscando un lugar apacible para descansar y reponerse del susto.

Por otra parte, Golio, el trasgo de ojos azules, organizaba las brigadas para la reparación de la burbuja. Los daños no eran tan graves como en un principio se pensó, así que le regresó la sonrisa esperanzadora.

Hulna, la piloto, una vez que se aseguró de que la burbuja no constituía ningún riesgo para los pasajeros, asomó al exterior, y vio a Gervasio molestando insistentemente a Angelina para que se casase con él. Corrió por las células nerviosas hacia donde ellos estaban, y amenazó a Gervasio para que dejase en paz a aquella dulce niña que amaba a otro hombre.


Gervasio se rió de Hulna. La llamó “bruja entrometida”, y trató de besar a Angelina que inútilmente intentaba poner resistencia.

Más de repente, Hulna hizo una señal extraña con sus antenas, y de la nada aparecieron muchos orcos, hombres-lobo y vampiros, que rodearon a Gervasio con gestos amenazadores. Éste soltó a Angelina, y trató de huir a través de unas terminales neuronales. Sin embargo, fue alcanzado por los feéricos, quienes lo amarraron y amenazaron con devorarlo vivo si no juraba dejar en paz a la dulce Angelina, que en ese momento lloraba en el regazo del hada Hulna.

Tan mal la pasó Gervasio entre esos peligrosos seres, que juró que desistiría de sus intenciones con Angelina. Fue incluso obligado a arrodillarse frente a ella para asegurarle que nunca jamás la pretendería.

En poco tiempo la burbuja feérica quedó arreglada. Urkk, el duende científico, había ya preparado un newton-doppleridio, o sea, un aparato capaz de convertir el succionador efecto Doppler-Newton en el eyector efecto Newton-Doppler. A la cuenta de tres, y después de un beso de agradecimiento de la sonriente Angelina al hada Hulna, Urkk disparó el dispositivo y los personajes de la telenovela fueron ahora succionados por la pantalla de la televisión.

Todos los feéricos aplaudieron a Urkk, y ascendieron ordenadamente a la burbuja. Hulna movió algunos controles, y logró desatorarla de mis dendritas. Retomaron vuelo y dirección. Nunca más supe de ellos.

Un par de días después, platicando con mi esposa de esto y aquello, me comentó que su telenovela favorita había tenido un vuelco inesperado, en el que el villano se había convertido en un buen hombre, y había dejado de molestar a la heroína, quien finalmente había podido casarse con quien ella realmente amaba.

Si bien el final feliz le había agradado, ella no se explicaba el porqué un malvado de la naturaleza de Gervasio cambiase de pronto sin una razón poderosa.

A punto estuve de explicárselo, pero, por mi propio prestigio y credibilidad, preferí quedarme callado.