Eran dos Malas Lenguas de campeonato. Ambas estaban enfrascadas en la lucha por quedar registradas en el Libro de los Records de Guiness.
Una de ellas tenía un historial criminal. La otra también. Una decía que su capacidad de difamar era megatónica. La otra decía que la superaba fácilmente.
Ambas habían acabado con la reputación de todos los habitantes del pueblo (incluyendo la del agradable señor cura y la de la hermosa bebé regordeta de la Sra. Rodríguez, de apenas dos años de edad).
Después, a falta de habitantes locales prestigiados, las Malas Lenguas se dedicaron a destrozar a los ingenuos forasteros que - por alguna razón- debían radicar temporalmente ahí en Villa Venenos.
Pero llegó el día que las Malas Lenguas agotaron sus opciones. Se miraron una a otra, sabiendo que sólo quedaban ellas dos por descuartizar. La risa de siempre dejó lugar a la angustia. Se revisaron de arriba abajo y se dieron cuenta de cuánto daño podían hacerse entre ellas.
Sus interiores –ambas lo sabían- no lucían como para exponerse, así que se hizo entre ellas un silencio equivalente al de la Guerra Fría. Y de repente, ambas salieron corriendo en direcciones opuestas.
Nunca se ha sabido a donde fueron a parar. Villa Venenos ha venido poco a poco reconstruyendo su tejido social. Hoy se vive una calma agradable, y la gente vuelve a pasear los domingos en el parque y a asomarse por sus balcones.
El alcalde ha propuesto que Villa Venenos cambie de nombre a Villa Buena Voluntad.