Todos los días del verano, al caer la oscura noche, salía de su refugio a cumplir con ciertas funciones que ella misma se había asignado desde hacía mucho tiempo.
Primero se acercaba volando al lugar en donde su amigo escarabajo vivía, y le iluminaba su ya oscuro camino, mientras éste metía en su agujero el último trozo de alimento de la jornada. Gracias a esa luz que le permitía laborar media hora más cada día, él ya tenía suficientes nutrientes en su hoyo para pasar un invierno tranquilo.
Después se acercaba a la cueva en donde moraba la terrible serpiente nocturna, y si ésta salía a la caza de roedores, ella volaba sobre su cabeza para advertir a sus amigos ratones del riesgo que corrían, para que esa noche tuviesen mucho cuidado.
Más tarde buscaba al joven y amigable lince, que siempre, antes de salir a cazar, gustaba de jugar tratando inútilmente de tocar con sus garras a esa extraña luz que volaba traviesa alrededor de su cabeza. Una vez que quedaban satisfechos de su juego de cada noche, ambos se retiraban muy contentos.
Así, antes de que saliesen los rayos del sol del nuevo día, la amigable luciérnaga se retiraba a descansar con la conciencia muy tranquila por haber ayudado, con su extraña naturaleza, a sus amigos del bosque, sin esperar por ello nada a cambio.
Primero se acercaba volando al lugar en donde su amigo escarabajo vivía, y le iluminaba su ya oscuro camino, mientras éste metía en su agujero el último trozo de alimento de la jornada. Gracias a esa luz que le permitía laborar media hora más cada día, él ya tenía suficientes nutrientes en su hoyo para pasar un invierno tranquilo.
Después se acercaba a la cueva en donde moraba la terrible serpiente nocturna, y si ésta salía a la caza de roedores, ella volaba sobre su cabeza para advertir a sus amigos ratones del riesgo que corrían, para que esa noche tuviesen mucho cuidado.
Más tarde buscaba al joven y amigable lince, que siempre, antes de salir a cazar, gustaba de jugar tratando inútilmente de tocar con sus garras a esa extraña luz que volaba traviesa alrededor de su cabeza. Una vez que quedaban satisfechos de su juego de cada noche, ambos se retiraban muy contentos.
Así, antes de que saliesen los rayos del sol del nuevo día, la amigable luciérnaga se retiraba a descansar con la conciencia muy tranquila por haber ayudado, con su extraña naturaleza, a sus amigos del bosque, sin esperar por ello nada a cambio.