Los biólogos que
estudian a las ranas se denominan ranólogos. Es ésta una extraña profesión en
la que estos eruditos científicos a ella dedicados, además de estudiar las
ancas y las vísceras de esos simpáticos anfibios, tienen que leer mes a mes la
revista Hola y conocer mucho de la nobleza europea y sus enredos.
¿De qué hablo?
¿De qué hablo?
Vayamos unos años
atrás, a principios del 2001, cuando el reconocido científico genetista alemán
Dr. Wolfgang Helleman descubrió que casi el 30% de las ranas poseen un ADN
semejante al humano. La comunidad científica guardó cautela algún tiempo ante
este extraño descubrimiento, hasta que otro colega genetista, el chino Dr. Tse
Kun confirmó, en la
Universidad de Beijing, los hallazgos de Helleman.
Entonces entró en la
investigación un grupo sabios historiadores expertos en temas medievales,
quienes lograron entender el misterio tras muchísimas horas de permanencia en
empolvadas bibliotecas. Después de abrir cientos de gruesos volúmenes de libros
de historia, de leyendas y de brebajes, la realidad afloró, y hoy es
considerado un hecho científico el que el 30% de las ranas tenga su ADN
idéntico al nuestro, o mejor dicho, al de la nobleza y realeza europea.
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Habiendo reconocido lo
anterior, hay que dejar claro que en la revista del pasado mes de enero del
Instituto Mundial de Ranología, aparece un artículo que explica esto del ADN
humano de las ranas y su distribución entre las diversas especies.
En ese artículo
científico se confirma que se han encontrado ranas con ADN humano, en distintas
proporciones, entre las siguientes familias:
Ranas arborícolas
africanas
Ranas arborícolas del
Viejo Mundo
Ranas arborícolas
comunes
Ranas arlequines
Ranas chillonas
Ranas comunes
Ranas con cola
Ranas de boca estrecha
Ranas de Cristal
Ranas de Darwin
Ranas de dedos
delgados
Rana de la montaña
Turkeit
Ranas de Nueva Zelanda
Ranas de Seychelles
Ranas doradas
Ranas nariz de pala
Ranas fantasmas
Ranas perejil
Ranas pintadas
Ranas venenosas
Ranitas australianas
En el anexo 4 de ese
artículo, se menciona que también se encuentra ADN humano en las siguientes
especies de sapo:
Sapos de espuelas
Sapos comunes
Sapos vientre de
fuego.
Esto último fue la clave científica para posteriormente aclarar el misterio de la presencia de ADN humano entre estos anfibios.
¿Cuál es ese misterio?
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Hoy sabemos que fue la torpe bruja Cloe, quien
en el año 1024 de nuestra era, cometió su enésima barbaridad. Ella fue precisamente
quien, queriendo deshacerse de su odiada suegra Garratúa, contaminó el planeta
de brebajes que afectaron a las princesas y doncellas hasta convertirlas en
ranas.
Recordemos que la misma Cloe fue quien
accidentalmente generó los 452 ogros de la leyenda al tratar de envenenar a su
suegra.
En el caso que ahora nos ocupa, el de las
ranas con ADN humano-principesco, dice la leyenda que Garratúa huyó de las
cercanías de la cueva de Cloe para evitar ser asesinada por su nuera, y que se
disfrazó de hermosa princesa para pasar desapercibida.
Sin embargo, un cuervo soplón advirtió a Cloe
de esa estratagema, y ésta decidió formular una poción que convirtiese en rana
a toda aquella mujer de la nobleza que la bebiese. Regó la pócima por todos los
arroyos, estanques, ríos, lagos y mares de la Tierra.
Así, miles y miles de reinas, princesas,
marquesas y duquesas acabaron croando en pantanos asquerosos, siendo en muchos
casos devoradas por las aves, las serpientes y los ogros.
Nunca se supo qué fue de Garratúa. Nunca más
fue vista. Es probable que Cloe haya logrado su objetivo, y así su odiada
suegra haya sido convertida en rana y posteriormente devorada por algún bicho
de pantano. Nunca lo sabremos.
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Esta conversión masiva de damas de alcurnia en ranas de pantano, trajo consecuencias indeseables que Cloe jamás imaginó.
Por ejemplo, muchos príncipes y caballeros
salvadores de princesas se encontraron de un día para otro sin oficio, pues
éstas desaparecieron de la faz de la Tierra. Algunos , sin embargo, descubrieron que besando a las ranas, éstas
podrían recuperar su forma humana.
Pero Cloe, tan sabia como perversa, roció
previamente a todas las ranas del mundo con otro brebaje que convertía en sapo
a cuanto príncipe o caballero las besase. Cuando esto se supo, príncipes y
caballeros desistieron de su intento, si bien algunos ya se habían convertido
en asquerosos sapos granosos y mal olientes.
La peor consecuencia de esto fue que muchos
príncipes y caballeros, ante la escasez de damas, optaron por el
homosexualismo. Hoy sabemos que Ivanhoe y Lancelot eran gays, y bajo su
lustrada y varonil armadura lucían maquillaje, lencería sexy y depilaciones
traviesas. Sus escuderos pagaron con su cuerpo las consecuencias no previstas
por la incauta Cloe en su afán por deshacerse de su suegra.
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Pero volvamos a las ranas.
Hoy el mundo está lleno de ranas que hablan,
de ranas que cuando son besadas se convierten en hermosas princesas con ropa ligera,
de bellas ranas desesperadas sabiendo que ya nadie cree en magias y encantos, y
que añoran la forma humana. Pocos hombres hoy en día se atreven a besar una
rana así nada más (para evitar convertirse en sapos), y cuando encuentran una
rana que habla, enseguida la comercializan, pues éstas son muy bien pagadas por
los cirqueros. Yo no soy uno de esos.
Llegaba yo cansado a casa, tras de una larga y
pesada jornada laboral, cuando escuché una hermosa voz llamarme desde una
planta con flores en la entrada principal de mi hogar. Busqué la voz con mucha
curiosidad, y lo único que encontré fue aquel anfibio verde, que inmediatamente
me brincó a la mano, diciéndome:
“Fui yo quien te llamó. Llévame a tu
habitación, pues tengo algo importante que decirte”.
Sorprendido y anonadado, la obedecí sin
cuestionamientos. Mi esposa estaba en la cocina, así que pude atravesar el
pasillo sin ser visto por ella, y subí rápidamente a mi habitación para aclarar
el misterio de la rana que me hablaba.
Ya en la recámara, ella me dijo: “Dame un beso
y romperás el hechizo que sobre mí pesa. Si lo haces, me convertiré en una
hermosa doncella”.
Sin salir de mi sobresalto, obedecí las
instrucciones y le di un beso a la rana.
Inmediatamente ella se transformó en una
hermosa mujer alta y rubia, totalmente desnuda, con unas curvas impresionantes,
algo de verdad único.
En ese preciso momento apareció en la
habitación mi esposa, quien había escuchado voces en la casa, y subió para ver
si yo había llegado. Lo primero que dijo mi mujer, bastante alterada, fue:
“¡Explícame qué está pasando! ¿Quién es ella?”
Yo, sabiendo que todo esto era una locura, le
respondí sobriamente:
“Mujer: diga lo que diga, nunca me lo vas a
creer”.
Así, permití que la mujer desnuda saliese
corriendo de la casa arropada por nuestro cubrecama, y yo tuve que soportar el
resto de la noche los amargos reclamos de mi esposa. Nunca más volví a ver en
persona a esa rana o mujer, lo que haya sido (aunque un par de años después la
vi retratada en primera plana de los diarios), y si bien supongo que la salvé
del hechizo de Cloe, ella me dejó la maldición de la eterna desconfianza de mi
esposa.
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Lo que Cloe hizo a las
damas y princesas del mundo no fue una broma:
Ellas vivían en
palacios de lujo, con cortinas, alfombras y gobelinos, con camas suaves y
sábanas de seda, con pajes que les cumplían sus deseos, con príncipes y
caballeros que las pretendían, les cantaban y obsequiaban.
Comían deliciosas y suaves viandas de venado y
jabalí, hueva de esturión importada de Persia, vinos de la Germania en copas de fino
cristal de Bohemia.
Sus únicos temores provenían de los dragones y
ogros secuestradores, pero estos raptos ocurrían muy pocas veces, además de que
servían para promocionar a las princesas y para acercarlas sentimentalmente a
los príncipes y caballeros salvadores.
Hoy su realidad es otra, muy diferente:
Viven en asquerosos y malolientes pantanos,
respirando metano día y noche. Se nutren de libélulas y escarabajos de agua.
Deben ocultarse en todo momento de sus predadores: cuervos, serpientes, gatos
de pantano. Los niños de la aldea juegan a ver quién aplasta más ranas con sus
botas, o bien las aniquilan a pedradas. Deben cuidarse de los sapos violadores,
criaturas nada sutiles que abundan en esos pantanos. Pero el riesgo mayor que
corren nuestras ex-princesas radica en las peligrosas ranas vampiro, que
pululan en estas charcas.
No, definitivamente Cloe, en su odio a
Garratúa, cambió radicalmente el status a estas encantadoras damas.
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El conde Drácula estaba molesto y temeroso.
Hacía ya diez días que no aparecía Griselda, su amada esposa.
La misteriosa desaparición de Griselda se dio
aquella noche borrascosa, cuando ella le comentó que tenía apetito de sangre
campesina, y salió a saciarlo a la cercana aldea de Huglitz.
Esa noche, Griselda abusó de beber sangre
humana, y, sintiéndose cansada, decidió ir a nadar desnuda a la laguna de los
cuervos. Tenía sed, así que tomo un sorbo de la cristalina agua que ahí
emanaba, sin darse cuenta de que el brebaje de Cloe ya había contaminado todos
los mantos freáticos de Transilvania. En menos de lo que chilla un murciélago,
Griselda quedó convertida en un verde anfibio con colmillos largos, muy largos
y afilados, convertida en la “Eva” de las ranas vampiro de nuestro planeta.
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Así, Griselda se vio
de pronto convertida en rana vampiro. Antes que nada, decidió desayunarse con
la sangre de tres o cuatro ranas macho que le coqueteaban ahí cerca. Estos
infelices se convirtieron desde ese día en el génesis de la noctámbula y
peligrosa especie de ranas temibles, succionadoras de sangre de las criaturas
de los pantanos.
Después de desayunarse
en la laguna de los cuervos, Griselda se fue a croar a la ventana de su amado,
el conde Drácula, esperando que éste la reconociese y la liberase del hechizo.
El esfuerzo de
Griselda fue inútil. Drácula cerró su ventana para evitar que esa molesta rana
le ahuyentase el reparador sueño diurno. Como la rana insistía en croar cada
vez más fuerte, el conde ordenó a uno de sus lacayos que soltase inmediatamente
a sus bravos mastines.
Al otro día, todo lo
que quedaba de Griselda era una piel de rana seca y desgarrada en una de las
entradas del castillo de Drácula. El
conde, sin saber de quien se trataba, ordenó que barriesen ese asqueroso
cadáver de anfibio.
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Hace no muchos días se
hizo público, en la revista del Instituto Mundial de Ranología, el asunto de
las princesas medievales desaparecidas, cuyo ADN era idéntico al de la realeza
y nobleza europea.
El tema publicado
generó pánico entre la nobleza y la realeza mundial (los Romanov de Rusia, los
Borbón de España, los Habsburgo de Austria, los Hohenzollern de Alemania, los
Gluksburgo de Grecia, la casa de Borgoña
francesa, los Braganza de Portugal y hasta la familia imperial japonesa).
La razón de este
pánico es que hoy se sabe que, en el año de 1024 de nuestra era,
desaparecieron, convertidas en ranas por el brebaje de la maldita bruja Cloe,
miles de princesas, condesas, marquesas y duquesas.
Las envidias y las
sucesiones dinásticas se dieron inmediatamente que desaparecieron, con la casi
total seguridad de que las infelices damas convertidas en ranas serían presa
fácil de las aves, de las serpientes, de los gatos de pantano, de los niños con
botas y piedras. Las advenedizas princesas que sustituyeron a las dinásticas desaparecidas
en aquel lejano año de 1024, jamás imaginaron que en el siglo XXI los estudios del ADN pudiesen determinar
exactamente que una rana específica descendiese de los Hohenzollern alemanes o,
con más precisión, de la duquesa de Policarpo de la familia Gluksburgo.
Hoy toda la realeza y
la nobleza del planeta corre el riesgo de que una rana parlanchina del pantano
más asqueroso de Europa, exija que se le devuelva el título, el palacio y la
riqueza que le pertenecieron a sus ascendientes directas hace unos mil años.
¡Ya tienen de qué
preocuparse!
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Moisés Weinstein, un judío holandés de
Amsterdam, llegó a casa cansado del trabajo. De repente, proveniente de su
jardín, escuchó una melodiosa voz que lo llamaba:
“Gentil caballero, ayúdeme”, decía la voz
proveniente de un arbusto.
Moisés se acercó curioso. Una rana le brincó a
su hombro, y le dijo al oído:
“No soy realmente una rana. Soy Mariana de
Hohenzollern, una princesa real atrapada en el cuerpo de una rana por
cuestiones de un antiguo hechizo. Si me da un beso, regresaré a mi forma de
hermosa mujer, y seré suya para siempre”.
Moisés lo pensó un momento, tomó a la rana
dulcemente con sus manos y la metió en una bolsa de plástico.
A continuación dijo a la rana: “Estás loca si
crees que te voy a besar para que te conviertas en mujer. Las mujeres sobran, y
las ranas que hablan valen mucho dinero. Ni loco dejo ir esta oportunidad.”
Mariana de Hohenzollern (la rana-mujer-princesa, heredera de una docena de castillos en Alemania, despreciada y vendida por el tacaño judío Moisés Weinstein) pasó el resto de sus días en una jaula en el provinciano Circo de los Hermanos Van Holsten, recorriendo el centro de Europa.
Su papel consistía en
cantar canciones de mal gusto para maravillar a los groseros campesinos de
Alemania y Holanda, quienes, para colmar la paciencia de Mariana, salían
diciendo:
“¡Qué buen truco el de
la rana. Parecería como si fuese de verdad una rana parlante!”
Su estipendio diario,
por cantar y hacer corajes, era una escasa ración de 20 gramos de moscas
secas.
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Aracataca era su nombre de rana, tal como la conocían sus compañeras anfibias en el pantano. Pero ella sabía que sus genes provenían de la estirpe de los Romanov, así que constantemente soñaba que se llamaba Catalina, y se veía a sí misma disfrutando de grandes fincas llenas de siervos que trabajaban para enriquecerla.
Cuando Aracataca despertaba, no veía más que
agua mohosa y maloliente a su alrededor, y sentía como su lengua se
desenrollaba instintivamente en busca de una libélula distraída. “Por lo menos
vivo en un pantano decoroso y lleno de libélulas”, se decía para animarse todas
las mañanas, cuando abandonaba sus sueños de princesa para enfrentarse a su
dura realidad de ser rana. No, la vida no era fácil para Aracataca, así que un
día ella decidió cambiarla.
Todas las ranas de origen real, como
ella, sabían en qué había consistido el
hechizo de Cloe hacía unos mil años. También sabían que con un beso de hombre
podían regresar a su original forma de mujer, si bien había muchas
probabilidades de que quien las besase, cayese en el segundo hechizo y quedase
convertido en sapo.
Como sea, un día, Aracataca se hartó del
pantano y de croar, y decidió ir a probar fortuna a la ciudad cercana, a buscar
un beso humano salvador. Había muchos riesgos en el camino, lo sabía. Una rana
vieja le advirtió de que, para llegar a la ciudad, había que atravesar algo muy
complicado y peligroso que se llamaba “autopista”.
Aracataca, en su desesperación de volver a ser
princesa, ignoró la advertencia de la rana vieja, y salió enseguida del pantano
rumbo la ciudad. Tras brincar un par de horas en la dirección indicada, de
repente, se vio atravesando algo liso y gris, muy muy ancho….
Sin mayor advertencia, vio venir sobre ella un
gigantesco sapo a toda velocidad. Lo último que Aracataca alcanzó a oír antes
de morir aplastada fue proshhhhhh. Sus
huesos tronaron y su piel quedó embarrada en el pavimento de la autopista
Berlín-Frankfurt.
El sapo que atropelló a Aracataca era un
Porsche 911, conducido a toda velocidad por el hijo menor del conde Nicolás
Romanov, de nombre Iván, hoy residente en Frankfurt, aficionado de toda la
vida a los autos de lujo….y a aplastar ranas en las carreteras.
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Aquel verano era fastidioso en toda Europa.
Había moscos, muchos moscos e insectos de todo tipo.
Los avezados ecologistas culpaban de ello al
calentamiento global, al cambio climático producido por los gases de
invernadero generados por la excesiva combustión de hidrocarburos, aunada a la
tala inmoderada en el Amazonas y otras regiones tropicales. Nada estaba más
lejos de la realidad.
La revista Hola, en su edición de septiembre
de ese caluroso verano plagado de molestos insectos, presentaba un artículo
que, leído desde el mundo plebeyo, no parecía relevante. Pero sí lo era. Se
titulaba “Ranamanía”
El artículo hablaba de la nueva moda entre la
nobleza y realeza de aficionarse a la cacería de ranas. Hablaba de los gourmets
que degustaban ancas de rana silvestre cazada por duques y duquesas amateurs;
de cómo se habían llenado los estanques y pantanos de marqueses y marquesas, de
condes y condesas, que, vestidos apropiadamente, cazaban ranas con redecillas y
trampas ingeniosas; de la gran cantidad de estacas afiladas colocadas por ellos
en lugares apropiados para que las ranas se ensartaran al brincar; de los
paseos de la realeza por los jardines con gatos especializados en cazar ranas.
No mencionaba el artículo que muchos niños de
aldea recibían dinero por cada rana que entregasen viva o muerta a los
sirvientes de la nobleza y realeza.
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Unos meses antes de
ese cálido verano lleno de insectos, la condesa de Malacatrava recibía en su
lujoso palacio al genetista alemán Dr. Wolfgang Helleman y al experto en
leyendas medievales, Mr. Jean Louis Clappier, para una cena deliciosa,
preparada con mucho esmero por los cocineros de la anfitriona.
Hablaron de todo un
poco, pero mientras degustaban el café do Brasil y el cognac Courvoisier, el
tema se centró en la genética de las ranas y en aquella vieja leyenda del
brebaje con que la perversa bruja Cloe había convertido a millares de damas de
alcurnia en anfibios de pantano hacía unos mil años aproximadamente.
Esa noche, la condesa
María Luisa de Malacatrava se retiró a su alcoba con la certeza de que había un
enorme riesgo existencial, no sólo para ella, sino para buena parte de la
nobleza y realeza.
María Luisa no era de
las personas que se preocupaban por los problemas, sino de las que se ocupaban
de ellos: al día siguiente ya tenía un plan, todo un proyecto para deshacerse
de las ranas con pretensiones reales.
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Dos semanas después,
durante la fiesta posterior a la boda del tercer hijo de la Vizcondesa de Conti en
Milán, los reporteros de Hola no se percataron de las conversaciones “sotto il
tavolo” que se dieron entre los invitados.
La condesa de Malacatrava,
prima segunda de la
Vizcondesa Conti , presentó discretamente a sus nobles amigos
la cruda realidad de las ranas parlachinas con genes reales.
¡Había que
exterminarlas! De no hacerlo, ninguna familia de alcurnia estaba segura, y
menos ahora cuando en toda Europa los gobiernos estaban plagados de socialistas
dispuestos a arruinar a la nobleza remanente. Bastaba con que una rana
encantada regresase a su forma humana y reclamase su herencia, para que los
jueces autoconsiderados progresistas arrasaran con el actual status de la
nobleza y realeza europea.
Así, esa noche, sin
que se diesen cuenta de ello los reporteros de Hola, María Luisa, Marquesa de
Malacatrava, convenció a sus amigos de que había que exterminar a todas las
ranas del mundo, una por una. Después verían cómo resolver el problema del
desequilibrio ecológico que se generaría…
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Clotilde, una rana con
hermosas ancas, tenía genes de la casa Habsburgo de Austria. Ella sabía que si
se convertía en mujer, sería, además de hermosa, riquísima, pues le
correspondía heredar una docena de castillos y millones de euros en acciones de
varias exitosas empresas europeas.
Pero Clotilde no
quería dejar de ser rana, pues disfrutaba mucho del sexo con las ranas macho de
su estanque. De hecho, vivía en total promiscuidad. Era, podría decirse, una
rana ninfómana.
Fue atrapada por una red en pleno acto sexual de fantasía (en extraña posición) junto con su amante en turno.
Sus ancas y las de su
último compañero sexual fueron cenadas por el príncipe Luis Ricardo Maximiliano
de Habsburgo aquella misma noche veraniega, en un restaurante de lujo en Viena.
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María Luisa de
Malacatrava, la inteligente condesa temerosa de ser desheredada por algún
anfibio parlanchín, hizo un plan demasiado bueno al proponer la eliminación
sistemática de las ranas.
En pocos meses, éstas
empezaron a escasear en todo el planeta. Los moscos y zancudos, ya sin uno de
sus principales enemigos naturales, se reprodujeron en grandes cantidades, al
extremo de que al siguiente verano -como ya habíamos mencionado-, el cielo
diurno oscurecía casi totalmente con tanto insecto volador.
Los ecologistas, preocupados por esta molesta plaga de seis patas y dos alas, descartaron la absurda teoría de que era el calentamiento global el responsable, y reconocieron que algo había reducido enormemente la población de ranas.
Finalmente, a fines
del verano, la World
Wildlife Foundation, decretó, presionada por la Organización Mundial
de Salud, que las ranas eran una especie en riesgo de extinción, por lo que las
declaró “especie protegida”.
Aunque no quedaba
claro todavía para la ciencia cuál era la causa de la escasez de ranas, la condesa
de Calatrava sintió ese decreto como una puñalada…a sus finanzas.
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Un día vi, en la
primera página de los principales diarios de mi ciudad, la fotografía de una
mujer que me parecía conocida. Obviamente compré uno de esos periódicos y la
reconocí enseguida: se trataba de aquella rana (¿o mujer?) a la que yo había
besado en mi habitación hacía un par de años, y que se había convertido por
ello en una hermosa dama sin ropa.
Devoré materialmente
el artículo que a ella se refería, y todo se me aclaró: saliendo de mi casa
arropada tan sólo por mi cubrecama, fue arrestada por la policía acusada de inmoralidad en la vía pública, y fue detenida varios días en la jefatura de
policía local. Ella no tenía conocidos que pagasen la fianza, ni dinero para
pagar un abogado, así que fue encerrada
en la cárcel de mujeres para cumplir una condena de dos años. Nunca fue tan
ingenua como para contar su verdadera historia -la habrían encerrado en un
manicomio-, así que se armó de paciencia y cumplió tranquilamente su condena.
Al salir de prisión,
Cucururina –así se llamaba- decidió, para hacerse de algo de dinero, contar su
increíble historia a la prensa. Al principio no le creían, pero llevó a varios
reporteros y fotógrafos al estanque de donde había salido, y los periodistas
pudieron ver sorprendidos, cómo las ranas ahí presentes celebraron el regreso
de su amiga convertida en bella mujer. Lo que más credibilidad le dio fue que
dos de las ranas que celebraban su visita confirmaron, de viva voz, que,
efectivamente, su amiga había sido una rana, o mejor dicho, una mujer
convertida en rana por un antiguo maleficio.
Ahora todo quedaba
claro: Cucururina había sido rana. Con mi beso se había deshecho del maleficio
de Cloe. Quedó la constancia de que algunas
ranas hablan, y después se supo que lo hacen solamente aquellas que
tienen ADN humano.
Cucururina fue citada
por un juez, quien encontró a la bruja Cloe culpable de un delito grave que no
estaba tipificado en las leyes contemporáneas (conversión de humanos en ranas y
sapos). Además, Cloe ya estaba muerta y el delito, tras casi mil años, había
legalmente prescrito.
Nada había que
perseguir desde el punto de vista jurídico, así que el juez envió el expediente
de Cucururina, la rana-mujer que yo había besado, al Instituto Mundial de
Ranología, para que confirmasen sus hasta ahora poco creíbles investigaciones
de anfibios con ADN de princesas.
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Cuando María Luisa de
Malacatrava, la condesa ranicida, leyó en la prensa acerca de la veda en el
caso de las ranas, supo que su plan había sido finalmente descubierto. Si la
justicia la considerase una simple ecocida, tendría la suerte de pasar una decena de años en la cárcel.
Pero para los genetistas
del Instituto Mundial de Ranología, el asunto se parecía más a un homicidio
serial que a un ecocidio. Quienes se dedicaban sistemáticamente a cazar ranas
después de las publicaciones al respecto en la revista del instituto (en donde
se insinuaba ya que las ranas eran realmente princesas encantadas), eran de
hecho asesinos para nada imprudenciales, sino sistemáticos.
Así, María Luisa fue
al estanque de ranas más cercano a su palacio, se cortó las venas en ambas
muñecas, y se arrojó junto a sus parientes anfibios a morir disculpándose con
sus odiadas parientes verdes.
Al día siguiente su
cadáver fue hallado con una libélula mordida en su boca. Una carta confesando
sus andanzas apareció en su tocador.
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En Bruselas, unos
meses después del suicidio de la
Marquesa de Malacatrava, se reunió el Parlamento de la Unión Europea para
analizar en caso de las muchas ranas parlanchinas que reclamaban palacios y
propiedades en todos los países del continente.
El tema rompía con
todos los preceptos legales establecidos. Las ranas que hablaban, por ejemplo,
exigían ser reconocidas como ciudadanas europeas, y requerían pasaporte, ya que
muchas de ellas necesitaban viajar para arreglar sus asuntos de intestados o
fraudes a su patrimonio.
Otras argumentaban
derechos de invalidez, arguyendo que eran de alguna manera mujeres
minusválidas. Pedían infraestructura ad hoc para las ranas en edificios y
medios de transporte.
Pero el primer asunto
a discutirse aquella mañana soleada en Bruselas era la solicitud de los
anfibios parlantes de estar representados en el Parlamento Europeo. La
propuesta venía bien elaborada por
abogados especializados, e incluía ya a tres ranas, dos hembras y un macho,
como candidatos a eurodiputados.
No hubo más remedio
que aceptar la petición. En el salón plenario del Parlamento Europeo se
construyó un estanque, al que se pobló con libélulas y escarabajos de agua.
En otra de las
sesiones, el Parlamente Europeo aprobó por unanimidad los Derechos Humanos de la Ranas.
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Apenas le hubieron
nacido sus ancas, Currufina salía constantemente de su estanque a observar a
esas extrañas criaturas que se autodenominaban seres humanos. Lo hacía con
cautela, siempre oculta en algún arbusto espeso, pues la prudencia era su
principal característica. La curiosidad por esa especie tan fea, de color
blanquecino sin encanto, sin ancas ni
ojos saltones, le nacía de lo más profundo de su alma. No podía evitar
observarlos.
Su charca estaba
apenas a unos cien metros del jardín principal de un palacio inmenso, en donde
la nobleza y la realeza disfrutaban de tardes veraniegas de diversión. Gracias
a esto, Currufina siempre estuvo al tanto de lo que ocurría en el mundo de los
humanos, de sus envidias, de sus vilezas, de sus diversiones crueles, de sus
fraudes, de sus mediocridades.
Cuando el Parlamente
Europeo emitió leyes y decretos a favor de las ranas parlantes, Currufina lo
supo inmediatamente, gracias a los horrorizados comentarios de los nobles en el
jardín cerca de su estanque.
Ella sabía que era una
rana parlante, pues, aunque nunca hizo uso de esa habilidad (por su innata
prudencia de rana sabia), desde pequeña entendía el lenguaje de los
humanos. Ahora sabía que tenía derechos
que la protegían y le permitían investigar sus orígenes nobiliarios. Suponía –y
acertaba al suponerlo- que ella era la heredera legítima del palacio que tenía
a la vista.
Sin embargo, Currufina
era una rana madura, y decidió que no quería compartir ese mundo tan hueco y
absurdo de los humanos, tan banal y tan prosaico, tan innecesario como falso.
Así, Currufina comparó
el nuevo mundo que se le ofrecía con el que ya tenía, con su estanque lleno de
libélulas y ranas amigables, y prefirió seguir siendo anfibio para siempre.
Nunca se arrepintió de su decisión.