Durante los últimos trescientos años (después de que decidió trasladarse de la Montaña Mágica a la agradable ribera del arroyo Atongo), vivió muy tranquilo, rodeado de zarihueyas (tlacuaches) curiosas, ardillas productivas, tarántulas amigables, serpientes de todo tipo (a las que los duendes son inmunes), y eventualmente algunos perros callejeros que por su situación de no tener amo, resultaban muy comprensivos con los duendes.
Había dejado la Montaña Mágica por la sobrepoblación de criaturas feéricas (seres fantásticos que habitan en los bosques del planeta Tierra). Allá, en su juventud, tenía muchos amigos, y una vida social intensa, pero le resultaba ajetreada, siendo él un ser de más de mil años de edad que disfrutaba más la tranquilidad de la naturaleza que la convivencia con sus semejantes.
Ya junto al arroyo Atongo, vivió primeramente –y de manera muy agradable- en una pequeña
madriguera que había abandonado una coyota una vez que sus cachorros se lanzaron a conocer el mundo. Esta guarida le duró casi doscientos años, hasta que una máquina urbanizadora (obviamente humana) decidió trazar una calle justo en donde estaba la salida de su placentero hogar.
Deambuló sin rumbo casi una semana, durmiendo entre los adoquines y piedras con que se pavimentaría la futura calle, hasta que encontró un árbol espléndido: una jacaranda adulto cuyo tronco estaba un poco hueco, y le dejaba espacio suficiente para disponer de tres recintos: su cocina y almacén (de frutas, nueces y legumbres que él mismo cultivaba); su recámara para dormir; y su biblioteca-museo. En esta última habitación, Uregg guardaba sus recuerdos de la infancia, los de su gruta en la Montaña Mágica, los de sus ciento treinta hermanos separados por las fuerzas de la vida, etc., además de su más preciado tesoro: un agradable libro de poesías robado (o tomado a préstamo, porque los duendes no roban, sino que se nutren de cosas bellas prestadas) de una casa cercana, escrito por una dulce mujer humana ya de cierta edad, llamada Martha.
Deambuló sin rumbo casi una semana, durmiendo entre los adoquines y piedras con que se pavimentaría la futura calle, hasta que encontró un árbol espléndido: una jacaranda adulto cuyo tronco estaba un poco hueco, y le dejaba espacio suficiente para disponer de tres recintos: su cocina y almacén (de frutas, nueces y legumbres que él mismo cultivaba); su recámara para dormir; y su biblioteca-museo. En esta última habitación, Uregg guardaba sus recuerdos de la infancia, los de su gruta en la Montaña Mágica, los de sus ciento treinta hermanos separados por las fuerzas de la vida, etc., además de su más preciado tesoro: un agradable libro de poesías robado (o tomado a préstamo, porque los duendes no roban, sino que se nutren de cosas bellas prestadas) de una casa cercana, escrito por una dulce mujer humana ya de cierta edad, llamada Martha.
Pero una noche de invierno, cuando Uregg menos lo esperaba, se escuchó un sonido atronador que él -jamás en su prolongada existencia- había imaginado. Esa tarde se había desatado en la región una enorme tempestad con rayos y truenos. Cuando todo parecía apaciguado en el cielo ya sin luz, un relámpago tardío encontró su árbol y lo carbonizó en fracciones de segundo. Tras del ruido de la espantosa descarga eléctrica, se escuchó un crujido enorme. Él jamás imaginó lo que esto implicaría para el resto de su existencia: el árbol quedó fracturado, a punto de dividirse en dos de manera estruendosa.
A esas alturas de la vida, las cercanías del habitat de Uregg ya estaban bastante edificadas con casas humanas y los consecuentes muros de separación. Si bien los vecinos lo dejaban vivir indiferentemente cerca de ellos, nunca faltaba algún perro doméstico que intentara devorarlo, o algún ama de casa que -sin ninguna consideración- rociase con insecticidas químicos el entorno de su hogar. Como sea, él evitaba los conflictos con todo tipo de resignación, apoyándose en su tranquilidad de espíritu y en su confirmada madurez.
Al amanecer, al día siguiente de aquella noche de tempestad, Uregg vio como un grupo de humanos vecinos observaban su árbol, y dictaminaban acerca del riesgo que éste significaba para las casas cercanas.
Dos días después, él se despertó con el ruido de una motosierra (obviamente manejada por un ser humano). Salió corriendo de su casa despavorido, totalmente asustado y desconcertado. Lo único que intentó rescatar –antes de que el árbol cayese victimado por las afiladas cuchillas motorizadas- fue el apreciado libro de poesías de la dulce Martha.
Desde entonces –hace ya varios meses- Uregg carece de un hogar. Las malas lenguas (humanas, desde luego) dicen que es un duende peligroso encargado de cuidar agresivamente un tesoro escondido que obviamente no existe. Dicen que –resentido con nosotros- se dedica a hacer maldades para vengar la afrenta de las terribles motosierras que arrasaron con su casa.
Siendo un duende anciano, su milenario cuerpo le recrimina el dormir a la intemperie. De repente, aprovechando alguna ventana abierta de alguna casa, él toma de alguna alacena humana un poco de cereal, algo de miel, una manta para cobijarse, algún zapato para calzar las desnudas y sensibles plantas de sus pies.
Hoy Uregg –caído en desgracia- carece por completo de seguridad social, de hogar, de cariño, además de ser víctima de las difamaciones de algunas desubicadas leyendas urbanas de Tepoztlán, pueblo extraño, atravesado por el mágico y bello arroyo de Atongo, testigo de tantas y tantas cosas que jamás debieron haber acontecido.
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