Sin mayor anunciamiento, aquella mañana aparecieron, en el cielo de la aldea, tres enormes dragones. Los aldeanos se preocuparon al principio, pero enseguida se dieron cuenta de que solamente planeaban en los aires sin ninguna intención de hacer daño. Como sea, el tema del día en aquella pequeña población era el nacimiento del esperado bebé de Úrsula, que se presentaría en cuestión de horas, así que todos se olvidaron de las bestias flamígeras en el aire y se acercaron a la casa de la parturienta.
Justo en el momento del parto, uno de los tres dragones descendió ante la sorprendida población, y fue a asomarse por la ventana del cuarto en donde la pequeña Mariana acababa de nacer. Apenas la vio, se elevó con vuelo alegre a informar a sus compañeros de aquel prodigio que acababa de suceder.
Los dragones nunca se fueron de las cercanías de la aldea. La gente se acostumbró a ellos, e incluso apodaron a Mariana, por aquella extraña situación, la niña de los dragones. Cuando Úrsula la sacaba a pasear, los tres dragones aparecían inmediatamente en el aire, y la sobrevolaban como protegiéndola. Nadie entendía aquello, pero estaba claro que alguna relación había entre aquella pequeña niña y estos alados seres que jamás le harían daño.
Un sorprendente día, los aldeanos fueron testigos de que uno de los dragones bajó a acariciarla dulcemente con una de sus poderosas garras.
La nena crecía año con año, y pronto llegó a la adolescencia. Para ella los dragones eran seres amigos. De alguna manera sabía que ellos la protegían.
Un día, cuando Mariana tenía diecisiete años, una peste acabó con su vida. Los dragones nada pudieron hacer cuando esto ocurrió. Sobrevolaron su entierro con un vuelo triste y pausado, demostrando su dolor, su luto. Nunca más volvieron a la aldea.
Los dragones regresaron a la escarpada montaña a esperar señales de una nueva resurrección de Mariana. Ella, tres mil años antes, había salvado de la muerte a un dragón joven debilitado, que, con su ala fracturada, estaba a punto de ser devorado por los lobos. Su noble estirpe les obligaba a protegerla cada vez que ella volviese a la vida.
Justo en el momento del parto, uno de los tres dragones descendió ante la sorprendida población, y fue a asomarse por la ventana del cuarto en donde la pequeña Mariana acababa de nacer. Apenas la vio, se elevó con vuelo alegre a informar a sus compañeros de aquel prodigio que acababa de suceder.
Los dragones nunca se fueron de las cercanías de la aldea. La gente se acostumbró a ellos, e incluso apodaron a Mariana, por aquella extraña situación, la niña de los dragones. Cuando Úrsula la sacaba a pasear, los tres dragones aparecían inmediatamente en el aire, y la sobrevolaban como protegiéndola. Nadie entendía aquello, pero estaba claro que alguna relación había entre aquella pequeña niña y estos alados seres que jamás le harían daño.
Un sorprendente día, los aldeanos fueron testigos de que uno de los dragones bajó a acariciarla dulcemente con una de sus poderosas garras.
La nena crecía año con año, y pronto llegó a la adolescencia. Para ella los dragones eran seres amigos. De alguna manera sabía que ellos la protegían.
Un día, cuando Mariana tenía diecisiete años, una peste acabó con su vida. Los dragones nada pudieron hacer cuando esto ocurrió. Sobrevolaron su entierro con un vuelo triste y pausado, demostrando su dolor, su luto. Nunca más volvieron a la aldea.
Los dragones regresaron a la escarpada montaña a esperar señales de una nueva resurrección de Mariana. Ella, tres mil años antes, había salvado de la muerte a un dragón joven debilitado, que, con su ala fracturada, estaba a punto de ser devorado por los lobos. Su noble estirpe les obligaba a protegerla cada vez que ella volviese a la vida.
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