Dicen por ahí que un día un escritor agotó todas sus opciones de personajes: a los seres humanos, a los mitológicos, a los fantásticos, a los superhéroes y a todos los animales del mundo. Ya no sabía a quién recurrir para escribir sus cuentos, por lo que apeló a su musa para que lo orientase.
Ella lo pensó un par de días, y le trajo a todo un elenco para sus obras: los colores.
Le presentó al blanco, al rojo, al azul, al amarillo, al púrpura, al verde y al anaranjado.
Al escritor le gustó la idea, así que le dio las gracias a la musa, y los entrevistó uno por uno, para ver si de verdad estaban a la altura de un gran cuento.
El blanco se presentó a sí mismo como la pureza, la virginidad, como un color inmaculado digno de hacer el papel del bueno en cualquier historia.
El rojo dijo que era apasionado, fogoso, fuerte y defensor de sus principios hasta la última consecuencia. Podría perfectamente representar al valiente héroe que el escritor requería.
El amarillo afirmó que podría, sin lugar a dudas, poner en el cuento la necesaria cuota de alegría, de optimismo, sin el cual los demás personajes serían aburridos.
El púrpura se presentó a sí mismo como la prudencia, la sabiduría necesaria para que el héroe del cuento no cometiera errores por falta de experiencia, cosa muy frecuente entre los personajes novatos.
El verde se dijo capaz de aportar frescura a la obra, así como una buena cuota de la esperanza que los lectores requieren cuando ven que las cosas no salen como deberían.
El anaranjado prometió que llenaría a los demás personajes de creatividad y energía, para que el cuento fuese dinámico e inolvidable.
Una vez entrevistados todos los personajes que necesitaba, el escritor se sentó frente al teclado y empezó a asignarles papeles, monólogos y diálogos, como indican los cánones literarios.
Después de varios días de esfuerzo, el escritor le manifestó a su musa que no estaba satisfecho todavía, que faltaba un ingrediente importante para que el cuento fuese impactante, pero no sabía cuál era ni qué hacer. La musa sonrió y le sugirió que cerrase los ojos y durmiese un rato, que pronto aparecería un nuevo personaje que resolvería sus inquietudes.
El escritor obedeció a la musa. Se recostó y cerró los ojos. Pronto se durmió. Tuvo un sueño triste en el que todo era oscuro, deprimente, pesimista.
Al despertar se dio cuenta de que la alegría, el heroísmo, el optimismo, la sabiduría, la pureza, la esperanza y la pasión carecen de sentido sin que exista un villano, sin alguien que aporte el riesgo, la angustia, el temor y el desconsuelo. Obviamente le hacía falta un personaje.
Esa mañana, por encargo de la musa, se presentó con él el color negro, muy seguro de sí mismo, diciendo que él podría orgullosamente representar ese papel de villano, para que la vida en su cuento tuviese de verdad contraste y relevancia, y así los demás colores pudiesen lucir en todo su esplendor.
El escritor le asignó un papel relevante en el cuento, y agradeció a su sabia musa todas sus aportaciones.
La obra fue todo un éxito.
Ella lo pensó un par de días, y le trajo a todo un elenco para sus obras: los colores.
Le presentó al blanco, al rojo, al azul, al amarillo, al púrpura, al verde y al anaranjado.
Al escritor le gustó la idea, así que le dio las gracias a la musa, y los entrevistó uno por uno, para ver si de verdad estaban a la altura de un gran cuento.
El blanco se presentó a sí mismo como la pureza, la virginidad, como un color inmaculado digno de hacer el papel del bueno en cualquier historia.
El rojo dijo que era apasionado, fogoso, fuerte y defensor de sus principios hasta la última consecuencia. Podría perfectamente representar al valiente héroe que el escritor requería.
El amarillo afirmó que podría, sin lugar a dudas, poner en el cuento la necesaria cuota de alegría, de optimismo, sin el cual los demás personajes serían aburridos.
El púrpura se presentó a sí mismo como la prudencia, la sabiduría necesaria para que el héroe del cuento no cometiera errores por falta de experiencia, cosa muy frecuente entre los personajes novatos.
El verde se dijo capaz de aportar frescura a la obra, así como una buena cuota de la esperanza que los lectores requieren cuando ven que las cosas no salen como deberían.
El anaranjado prometió que llenaría a los demás personajes de creatividad y energía, para que el cuento fuese dinámico e inolvidable.
Una vez entrevistados todos los personajes que necesitaba, el escritor se sentó frente al teclado y empezó a asignarles papeles, monólogos y diálogos, como indican los cánones literarios.
Después de varios días de esfuerzo, el escritor le manifestó a su musa que no estaba satisfecho todavía, que faltaba un ingrediente importante para que el cuento fuese impactante, pero no sabía cuál era ni qué hacer. La musa sonrió y le sugirió que cerrase los ojos y durmiese un rato, que pronto aparecería un nuevo personaje que resolvería sus inquietudes.
El escritor obedeció a la musa. Se recostó y cerró los ojos. Pronto se durmió. Tuvo un sueño triste en el que todo era oscuro, deprimente, pesimista.
Al despertar se dio cuenta de que la alegría, el heroísmo, el optimismo, la sabiduría, la pureza, la esperanza y la pasión carecen de sentido sin que exista un villano, sin alguien que aporte el riesgo, la angustia, el temor y el desconsuelo. Obviamente le hacía falta un personaje.
Esa mañana, por encargo de la musa, se presentó con él el color negro, muy seguro de sí mismo, diciendo que él podría orgullosamente representar ese papel de villano, para que la vida en su cuento tuviese de verdad contraste y relevancia, y así los demás colores pudiesen lucir en todo su esplendor.
El escritor le asignó un papel relevante en el cuento, y agradeció a su sabia musa todas sus aportaciones.
La obra fue todo un éxito.
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