lunes, 1 de diciembre de 2008
Alto ejecutivo
Ocupaba uno de los puestos más importantes en aquella enorme multinacional. Su presencia era impactante. Sus decisiones influían en mucha gente.
Era sumamente severo en su trato, por lo que por los pasillos de las oficinas se le conocía como “el perro”, apodo que conocía y que no le disgustaba en lo absoluto.
Las secretarias lo miraban a hurtadillas, pues además era bien parecido.
Era un triunfador convencido de que había que ser un sabueso para detectar las oportunidades de negocio, por lo que el Consejo Directivo lo premiaba año con año con bonos y comisiones que cualquiera envidiaría.
Pero a pesar de lo anterior, él sabía que eso no era lo suyo. Contaba las horas y los minutos para concluir la odiosa jornada laboral para ir a casa. Estaba consciente de que su nivel de vida dependía de su calidad de trabajo, por lo que se esforzaba día tras día esperando pronto lograr una jubilación cómoda que le permitiese ser él, ya que no lo era vestido en trajes finos, con elegantes automóviles y lujosa oficina.
Antes de llegar a casa al anochecer, solía pasar por el supermercado para comprar croquetas para su cena.
Nada más guardar el auto en la cochera, se desprendía de toda su ropa. Ya desnudo, ponía las croquetas Campeón en su plato y las devoraba ávidamente sin usar las manos.
Después salía a su jardín a orinar los árboles para dejar claro que ése era su territorio.
A continuación retozaba un rato en el césped y ladraba a la luna hasta el cansancio.
Cuando se agotaba, entraba en su perrera a dormitar.
Ésa era su vida, la que en realidad disfrutaba, desde aquella feliz tarde en que su psicólogo le confirmó que en realidad no era un humano, sino un perro atrapado en el cuerpo de un hombre.
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