lunes, 11 de mayo de 2009
El cajón de los recuerdos del duende urbano
Una mañana, mientras el duende urbano había salido en busca de alimentos, entré sigilosamente, lleno de curiosidad, a su pequeña madriguera, ubicada dentro de un árbol aislado y olvidado entre dos modernos y frecuentados edificios en el centro de mi contaminada ciudad.
Era una madriguera muy modesta, pero en ella destacaba un pequeño mueble de roble, con un tallado sensacional que, por su enorme calidad, no podía ser obra de un ser humano, sino de una criatura mágica.
El mueble tenía tan solo un cajón, y mi curiosidad me obligó a abrirlo. ¿Qué podría guardar un duende en esas condiciones tan deplorables?
Ahí había un viejo libro de poesías de Gustavo Adolfo Becquer, entre cuyas páginas encontré los pétalos secos de una flor hermosa que yo jamás había visto, con una leyenda que indicaba que provenía de una planta llamada amantis delicatus.
También encontré una carta de amor en viejo papel amarillado, que era la despedida final de una compañera que lo había abandonado tiempo atrás por no soportar la vida en la ciudad.
En una pequeña caja de cartón en el cajón, había una pequeña piedra rara, y un rótulo que indicaba que era su único recuerdo de la montaña en donde había nacido, y de la cual había emigrado en busca de mejor suerte.
Lo último que encontré me llenó de tristeza, por lo que ello implicaba: una dosis de aconitina, poderoso veneno que, según los libros de historias fantásticas, emplean para suicidarse los duendes desesperados.
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