
Finalmente se dio cuenta de que el exterior simplemente no existía.
Todo aquello que siempre había vivido tan intensamente –hechos, acciones, emociones, afectos, éxitos, fracasos, frustraciones, alegrías- había sido tan sólo un producto de su imaginación.
Hasta su cuerpo era imaginario.
El paradigma de que sólo en un cerebro físico se podían contener pensamientos y razonamiento, quedó descartado en aquel sublime momento de iluminación.
Para despedirse de aquella ilusión de corporalidad y realidad exterior, se sirvió una copa de vino Oporto para disfrutar por última vez del aroma, del sabor y del relajamiento que el licor le producía.
Después, decidió cambiar su paradigma humano por el de un dragón de Komodo.
Inmediatamente sintió sus poderosas garras y la fuerza de su cola. Percibió el olor de una hembra en las cercanías y decidió ir por ella.
Una nueva forma de vida, con todas sus implicaciones, había quedado definida en su portentosa imaginación.
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