Fue entonces que el enamorado arcoíris desplegó, por primera vez ante el mundo, sus siete hermosos colores, y se extendió ilusionado de un lado al otro del horizonte, pretendiendo con ello mostrarse en todo su esplendor, para así conquistar a la brillante luna.
A ella, -un astro frío y vanidoso, demasiado alabado por los poetas- la belleza del arcoíris le pareció poca cosa, pues pretendía al sol, además de coquetear frívolamente con algunos planetas.
El arcoíris, completamente enamorado de la luna, hizo mil esfuerzos por gustarle: dejó de ser redondo y se volvió cuadrado; presentó una nueva gama de espléndidos y llamativos colores; giró hacia adelante y hacia atrás, hacia arriba y hacia abajo;
salió de noche; aumentó y redujo su tamaño y su brillo; la rodeó en forma de colorido halo; probó color tras color tratando de adivinar cuál era su favorito. Ésta, sin embargo, permaneció fría e indiferente.
El arcoíris, sintiéndose rechazado por su amada, decidió vivir en una oscura cueva y no salir de ella nunca más.
Cuentan que cuentan que un día, muchísimos años después, un topo amigo dijo al arcoíris que asomase a la superficie para ver un espectáculo prodigioso que jamás se había dado en la Tierra. Éste, curioso, salió de su escondite, y vio que, increíblemente, había lluvia y sol al mismo tiempo.
Observó oculto el extraordinario espectáculo, y se dio cuenta de lo hermosa que era la lluvia cuando el sol la iluminaba.
Optimista, decidió entonces mostrarse tal como él era, como un hermoso arco de siete colores brillantes que cubrían todo el horizonte.
La lluvia, que jamás lo había visto, quedó impresionada con su magnificencia, y se enamoró de él a primera vista. Éste, en correspondencia decidió amarla para siempre.
El sol, testigo de este inesperado romance, los bendijo eternamente.
La luna, muerta de los celos, evita desde entonces salir de día, para que nadie se dé cuenta de su amarga y merecida soledad.
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