Saltando de neurona en neurona, el duende se
divertía enormemente. Su juego eterno consistía en evitar pisar los núcleos de
estas células (si lo hacía, perdía), así que solamente se apoyaba en las
ramificadas dendritas. Éstas eran deliciosamente elásticas, y le permitían
brincar a las neuronas vecinas a velocidades increíbles.
Sí -era cierto-, él había subido mucho de peso
recientemente, además de que las dendritas estaban más duras y frágiles año con
año. Un día notó que al brincar sobre ellas, éstas sonaban de manera diferente,
ya no como cuerdas de guitarra afinada, sino más bien como algo rígido que se
quebraba con sus pisadas.
El juego cada vez era menos divertido, y la visible
destrucción que él generaba en las células le quitaba gran parte del encanto,
pero no sabía hacer otra cosa en la vida que saltar de neurona en neurona hasta
destrozar sus dendritas: para eso había sido creado.
Alz vivía en este cerebro desde hacía muchos
años, tantos que ya no recordaba cuántos. Poco tiempo después se olvidó de su
nombre, de cómo saltar y de que su única función en la vida era destrozar las
dendritas.
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