jueves, 6 de junio de 2019
El matamoscas
Con la sublime responsabilidad de la supervivencia de sus amadas larvas, ella volaba buscando desesperadamente nutrientes aquí y allá. No era su culpa que los mamíferos y las aves tuviesen aparatos digestivos ineficientes que desperdiciaban recursos valiosos para otros seres.
Ella tomaba de esos residuos los azúcares y nutrientes esenciales que garantizarían el futuro de sus queridas criaturas. Ellas querían nacer y cumplir su función biológica, como parte del plan divino. Es más, lo ansiaban.
Los pelos de sus extremidades le servían para oler y degustar, y así escoger lo mejor para sus amadas larvas. Si los microbios aprovechaban eso como medio de transporte, ése no era su problema. Ella ni siquiera lo sabía.
Lamentablemente, aquella tarde, mientras cumplía con su mandato maternal, ella vio un enorme objeto plano que se le acercaba a gran velocidad. Intentó volar, pero su cielo se cubrió de color azul.
Su débil esqueleto tronó y quedó embarrado en lo que los humanos llaman una pared. Esa tarde la responsable madre de decenas de criaturas no pudo llevar alimentos a sus hijos. Sus larvas no sobrevivieron a la orfandad.
La lucha por la existencia cobró su cuota.
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