domingo, 9 de junio de 2019
Historias de la vida real
Abrió la probeta en donde había dejado los aminoácidos en agua tibia sujetos a descargas eléctricas. Observó que ya se habían formado algunas proteínas.
Tomó muestras de ellas y las analizó en el microscopio electrónico. Algo faltaba en el ADN, así que lo expuso a una radiación X hasta lograr el resultado esperado. La falla no era grave. Después de todo, era una simulación.
En su ordenador, reprodujo la formación de un pequeño planeta. Esperó hasta que la superficie de éste estuviese a la temperatura ideal, e insertó en él la vida que antes había generado en la probeta. La primera señal de vida orgánica –células asexuales- se manifestó.
En menos de veinticuatro horas, pequeños seres surgieron del agua y se establecieron en su desierto jardín experimental. En un instante, aquello estaba completamente verde, y aparecieron pequeños seres voladores con seis patas, a los que bautizó como insectos. Antes de treinta y seis horas, su pequeño jardín experimental era un edén, lleno de toda clase de bichos y bestias de todos tamaños.
Había sido un excelente esfuerzo científico, y consideró que necesitaba aplausos, mientras que su mujer lo ignoraba viendo absurdas telenovelas. Tal vez tenía razón. “Todos-eventualmente- necesitamos motivación. Es un hecho.”, pensó.
Así, él decidió crear a un admirador incondicional que sustituyera la indiferencia de su esposa. Removió el ADN para que –a partir de los simios- surgiese un ser relativamente inteligente capaz de adorarlo.
Lo llamó Adán, pero le resultó débil de carácter: argumentaba que necesitaba compañía. Le dijo: “De acuerdo, te complazco, pero no sabes en lo que te metes.” Y le brindó una compañera. Él y Adán –par de inmaduros- arruinaron el Universo.
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