Ella -la encantadora Princesa Caramelo- vivía
de ensueños.
Ella lo conoció en una ceremonia esplendorosa,
cuando la Condesa
del Azúcar se casó con el Príncipe de los Dulces Sueños en el Palacio de Verano,
junto al mágico lago Chateauneuf.
Él acudió a la boda en prevención de un
magnicidio inminente del que se había enterado tras haber sometido al potro de
tortura a varios enemigos de la familia real.
Ella esperaba que el gallardo capitán la
sacase a bailar un vals de Straus que estaba de moda entre la realeza.
Él tenía mil ojos y mil oídos escudriñando a
todos los asistentes.
Ella le coqueteó. Hizo uso de sus mejores
recursos femeninos para engatusar al jefe de inteligencia del reino.
Él se distrajo un segundo ante las redondeadas
rodillas de la princesa.
El disparo asesino fue a dar justo en la sien
del rey, que en cuestión de segundos murió desangrado.
Él nunca se ha perdonado el descuido. Hoy vive
mortificado en una fría galera, acusado de complicidad.
Ella hoy disfruta de la herencia real junto
con su amante, el Príncipe de los Dulces Sueños, autor intelectual del asesinato del rey.
Los demás ni siquiera nos imaginamos lo que
pasa allá arriba.
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