jueves, 5 de junio de 2008

El chullachaqui

Penetra los cerebros. Desnuda las intenciones. Esconde los caminos.

Los enemigos de la selva pagan las consecuencias.


John Blackwood llegó a la selva con la consigna de cazar seis jaguares, cuyas pieles ya tratadas decorarían esa temporada la exclusiva joyería Tifanny´s, ubicada en la Quinta Avenida de Manhattan.

Ordenó al lanchero que lo dejase en el claro detrás del recodo del río, y que lo recogiese ahí mismo una semana después, tiempo suficiente para cumplir con su objetivo. Ante la insistencia, tuvo que pagarle de contado.

El experto cazador de felinos tomó un sendero que conocía perfectamente de otros viajes a la selva, pero sin percatarse de que esta vez estaba siendo vigilado de cerca por un particular ente.
Llegó antes del anochecer al lugar deseado, un pequeño desmonte ideal para acampar y pasar la noche. Encendió una fogata, tomó un café y se durmió hasta el amanecer.

Despertó optimista con los primeros rayos de sol. Era sin duda un buen día para sorprender a los jaguares en sus madrigueras. Buscó una lata de alimento, y quedó sorprendido de que no había ninguna en su mochila. Parecía que alguien las había robado. Rápidamente buscó su rifle en prevención de que algún ladrón estuviese todavía cerca. Cuando quiso cargarlo, se dio cuenta de que también se habían llevado las balas.

Un poco desesperado, buscó huellas alrededor de su campamento, pero no encontró la menor traza. Después de analizar su situación un par de minutos, se dio cuenta de que sin alimentos y sin balas, su estadía en la selva era precaria y peligrosa. Sin entender bien lo que estaba sucediendo, decidió regresar al río, con la esperanza de que pasase alguna lancha, pues sabía que la que él había contratado tardaría todavía seis días en regresar.

Tomó el mismo sendero de siempre en dirección al río. Caminó unas seis horas, hasta que llegó al claro detrás del recodo, para llevarse una sorpresa más: no había río. No es que estuviese seco, sino que simplemente no estaba ahí. Lo que debería ser el lecho, era un sector de selva muy frondoso e impenetrable. John no entendía nada.

Mientras pensaba en lo extraño de la situación y en el riesgo que corría, su cabeza fue desprendida por un poderoso zarpazo de un silencioso jaguar que salió a sus espaldas. Su carne sangrante fue devorada por un grupo de seis felinos ante la complaciente mirada del chullachaqui, el ente misterioso que protegía la frondosa selva.

En el preciso momento en que John Blackwood era devorado por los jaguares, el lanchero que lo había llevado a ese lugar y que supuestamente lo habría recogido unos días después, estaba en la aldea cerrando un trato con otro aventurero de nombre Milton Guimaraes, un portugués que cazaba lagartos para la firma Dior, empresa que próximamente sacaría al mercado una carísima y exclusiva línea de calzado de piel de caimán. Lo llevaría precisamente al claro detrás del recodo del río.

La mágica misión del hombre de la lancha, encomendada por el chullachaqui, era la de llevar a ese lugar a los enemigos de la selva. Por esa razón, el lanchero siempre cobraba por adelantado sus servicios a sus particulares clientes.