viernes, 24 de abril de 2009

La musa del antropófago


Ibu-Ibu era el cocinero en jefe de la tribu caníbal Tubu-Tubu, en la desconocida y recóndita isla de Lumbu-Lumbu, en el archipiélago de Kiri-Kiri, lugar perdido en el Océano Pacífico.

Buru-Buru, el cacique, era un hombre glotón, muy aficionado a la carne de turistas europeos que ingenuamente salían a navegar a vela en aquellas aguas, pensando que el mayor peligro eran los tiburones blancos…

Tan desinformados estaban los turistas al respecto, que era rara la tarde en que Buru-Buru y sus cazadores náuticos de hombres blancos no llegaban a Lumbu-Lumbu sin, por lo menos, uno o dos rubios para la merienda.

Aquí comenzaban los problemas para Ibu-Ibu, pues Buru-Buru, el cacique, jamás quería repetir el mismo platillo.

Las ideas ya empezaban a agotársele, cuando su amigo, el brujo Ura-Ura, le sugirió que entrase en trance con extrañas hierbas locales para comunicarse con la diosa Uga-Uga, que no era ni más ni menos que nuestra vieja conocida Mnemósine, la madre olímpica de todas las musas.

Mnemósine, obligada como estaba por Zeus a cumplir con su mandato divino de atender a quien la requería, le envió a Carnelia, una musa novata que no tenía la menor idea de aquello en lo que se estaba metiendo.

Ibu-Ibu hizo ver a Carnelia (que en la isla adoptó el nombre local de Tuga-Tuga) que necesitaba no sólo una nueva receta cada día, sino un nuevo nombre para cada platillo. El riesgo de no cumplir con este capricho del cacique era que él sería el siguiente en el perol.

Al principio, Carnelia (o sea, Tuga-Tuga) se horrorizaba de ser cómplice de semejante barbarie, pero poco a poco le fue tomando gusto, llegando incluso a atreverse a pedirle a Ibu-Ibu que le dejase probar un bocado de cada uno de sus maravillosos platillos.

Cuentan las malas lenguas en el desconcertado Olimpo que, de todas las musas, Tuga-Tuga (o sea, Carnelia) fue siempre la más feliz y realizada, dejando muy atrás a Polimnia (quien inspiró a Mozart) y a Calíope (quien inspiró a GiuseppeVerdi).