lunes, 4 de febrero de 2019

El tiburón y el hada madrina


Cuando Gea decidió generar a las hadas madrinas para proteger a los extremadamente vulnerables seres humanos, nunca concibió excepciones como las de esta historia. Le faltó criterio, a pesar de ser una importante diosa.

Alina fue asignada a proteger a un tipejo de nombre Juan. Ella -como sea- era un hada madrina seria y responsable, y cumplía con lo pactado con Gea.




Él era inmaduro, irresponsable, alcohólico, prepotente, todo un bicho.

Él -insaciable niño rico- se consideraba inmortal, y obligaba a Alina a trabajar día y noche, mucho más allá de las capacidades de un hada abnegada y seria.


Aquella mañana,  Juan se emborrachaba (como casi a diario) a bordo de su yate de alta velocidad ya casi llegando a altamar. De repente, se acercó a la barandilla para volver el estómago. Alina, siempre cerca y vigilante, se puso nerviosa y trató de impedir que su protegido cayese al agua, cuando de repente sintió un fuerte impacto en su cabeza y cayó al mar inconsciente. Ella no  lo supo, pero mientras evitaba la caída al mar del alcoholizado Juan, chocó con una gaviota despistada que tan sólo perdió unas cuantas plumas.




Finalmente a Juan no le pasó nada, y ni siquiera percibió el accidente que se llevó a cabo un par de metros sobre su despeinada cabellera.


Alina –hada frágil-  cayó en las fuertes olas marinas y se sumergió inconsciente. Un tiburón blanco de seis metros de largo la recogió entre sus mandíbulas y la llevó a un arrecife cercano para que ella se repusiese del tremendo impacto.




Ella estuvo un par de días sin sentido, dormida sobre aquella pequeña roca, mientras  el tiburón velaba por ella nadando siempre cerca, esperando verla bien.

Las hadas –mientras duermen- guardan en su imaginación todo aquello que ocurre a su alrededor para recordarlo al despertar. Es un instinto mágico que les ayuda a cumplir con su noble misión de salvar a sus asignados.  Así, Alina supo que esa enorme aleta que asomaba frecuentemente en el agua cercana a ella pertenecía a ese extraño predador marino que la había salvado, y que él había velado su recuperación durante muchas largas horas.


Agradecida con el tiburón, trato de volar para acariciarlo. Fue entonces que se dio cuenta de que una de sus alas estaba completa e irremisiblemente destrozada.


Pensó que moriría en aquel lugar aislada del mundo, pero el escualo -habiéndose dado cuenta del hecho-,  se acercó para ofrecerle su aleta como medio de transporte.


En principio, la intención de ambos era simplemente llegar a un lugar menos hostil que aquella pequeña roca a mitad de la enorme bahía y descender ahí para pedir auxilio a alguna compañera. 


Pero una vez que Alina se subió en la enorme aleta, descubrió una maravillosa sensación: el ir prendida de ese gigantesco  animal ligeramente arriba de las olas del mar, junto con la sensación fresca de la brisa del mar en su cara, le pareció irresistible.


Al tiburón le pasó algo semejante: al sentir la tersura de las frágiles manos del hada sobre la piel de su aleta, quedó prendado de ella.


Ambos decidieron quedarse juntos para siempre.


Cuentan los marinos viejos en las tabernas del  puerto de San Nicolás que de repente, por ahí cerca en la bahía, aparece un tiburón blanco enorme que deja con su aleta una estela extraña de color mágico incomprensible que ilumina las noches.







El extraterrestre del tercer mundo


Quien piensa que en otros mundos la designación de astronautas es exclusiva para seres superiores científicamente entrenados, está totalmente equivocado: la mediocridad no es un monopolio del planeta Tierra.

Tal fue el caso de Urggg, el astronauta.



Ante una explosión de descubrimientos astrales de todos los rincones del universo a partir del planeta Arionde, a él le tocó, por sorteo burocrático, visitar el planeta Tierra.

El proyecto de exploración de un planeta mediano e irrelevante, con océanos azules y una vida relativamente desarrollada, le fue asignado a Urggg por medio de un ordenador un tanto obsoleto.

La burocracia de Arionde le asignó una nave anticuada, destartalada. El presupuesto asignado para el viaje dejaba qué desear, al extremo de que Urggg se vio obligado a pedir dinero prestado a su suegra para acabar de llenar el tanque de combustible, con tal de que su misión se llevase a cabo.

Tras un par de meses de haber despegado de su órbita ariondana, logró establecerse en órbita terrestre.

Ureggg observó el clima, el paisaje, las manifestaciones  culturales, las comunicaciones en todas las frecuencias factibles.  

Decidió aterrizar en donde su ordenador le indicó  que estaba el centro científico-cultural del planeta Tierra, con la esperanza de establecer una relación  relevante con los habitantes de ese prometedor planeta.

Descendió de la nave, y se acercó a un terrícola que parecía inteligente.

De un lengüetazo, el camaleón lo enrolló con su larga lengua y lo devoró.



En el planeta Arionde, el burócrata en turno levantó un acta que decía:

“El comandante Urggg , asignado a la misión de exploración del planeta 234 del sector 225, tras de veinte días de no reportarse, se considera desaparecido.

Se turna el expediente a la oficina de Exploraciones Planetarias para lo que proceda.”

El erótico perfume de la dragona


Era una dragona casada, pero infiel.

Los dragones establecen relaciones de pareja para siempre, así que el asunto era muy delicado.

No tardó el dragón marido en darse cuenta de que algo extraño sucedía, así que indagó todo lo que pudo, y supo que ella usaba, de tiempo atrás,  un perfume erótico que trastornaba a todos los machos de su especie (excepto a él, que estaba permanentemente erotizado por su hembra).

Ella negó cualquier acusación. Él murió de tristeza.

El duende Alz


Saltando de neurona en neurona, el duende se divertía enormemente. Su juego eterno consistía en evitar pisar los núcleos de estas células (si lo hacía, perdía), así que solamente se apoyaba en las ramificadas dendritas. Éstas eran deliciosamente elásticas, y le permitían brincar a las neuronas vecinas a velocidades increíbles.


 Cuando brincaba a bajas velocidades, llegaba a sentir en sus descalzos pies agradables pequeños toques eléctricos, producto de las diferencias de voltaje en las neuronas.

Sí -era cierto-, él había subido mucho de peso recientemente, además de que las dendritas estaban más duras y frágiles año con año. Un día notó que al brincar sobre ellas, éstas sonaban de manera diferente, ya no como cuerdas de guitarra afinada, sino más bien como algo rígido que se quebraba con sus pisadas.

El juego cada vez era menos divertido, y la visible destrucción que él generaba en las células le quitaba gran parte del encanto, pero no sabía hacer otra cosa en la vida que saltar de neurona en neurona hasta destrozar sus dendritas: para eso había sido creado.

Alz vivía en este cerebro desde hacía muchos años, tantos que ya no recordaba cuántos. Poco tiempo después se olvidó de su nombre, de cómo saltar y de que su única función en la vida era destrozar las dendritas.