miércoles, 25 de febrero de 2009

Otilia


Todavía caminaba razonablemente ayudándose con su bastón, pero ella prefería desplazarse en su silla de ruedas.

El problema de esa mañana es que no recordaba en dónde había dejado el bastón ni la silla de ruedas, por lo que no podía salir de la cama. Intentó tomar sus gafas de la mesita de noche, pero no estaban, y al golpear sin querer su dentadura, ésta fue a caer debajo de la cama.

Después de 15 minutos, todo esto estaba remediado: encontró sus gafas en el cajón, rescató la dentadura de debajo de la cama, y pudo ver en dónde estaban el bastón y la silla de ruedas.

Pero aún había un problema: la noche anterior, antes de dormir, había tenido una idea brillante. La había anotado en algún papel, pero no recordaba en dónde lo había dejado, y menos de qué se trataba la idea.

Otilia era una anciana bastante deteriorada por el paso de los años, pero tenía un excelente historial, algo de qué sentirse orgullosa: era una de las musas más creativas que había generado el Olimpo.

Sólo había trabajado para un ser humano en toda su existencia, y lo había hecho muy bien. Juntos - aunque él no lo sabía- habían ganado el premio Nobel de literatura. Pero eso había sido hacía muchos años. Ya no se acordaba cuándo.

Ahora su esclerosis neuronal apenas le permitía crear personajes o argumentos, y éstos cada vez eran menos frecuentes. Para no olvidarlos, los anotaba, pero después no sabía en dónde había dejado el papel.

Ella vivía desde siempre en el cerebro de Juan Íñigo, un literato brillante de otras épocas, de quien ya casi nadie se acordaba.

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Juan Íñigo también tenía sus problemas. El libro que le valió el premio Nobel estaba en el lugar principal de su biblioteca, pero él pensaba que no era suyo, que lo había comprado en una librería hacía unos pocos años.

Y el hermoso diploma del premio Nobel, que ocupaba el lugar más importante de la casa, le resultaba un misterio. Constantemente se preguntaba de dónde había salido y cuál era su significado.

Juan no creía en las musas. Toda su vida pensó que sus ideas le brotaban espontáneamente, así que no tenía la menor idea de la existencia de Otilia dentro de su cerebro.

A Juan le gustaba escribir, pero hacía ya algunos años que nada brillante se le había ocurrido. Culpaba de ello a su avanzada edad, sin saber que la que estaba fallando era en realidad su desconocida musa.

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Finalmente Otilia recordó que había dejado el papel con su idea brillante en la cocina, junto a la estufa. Ahí estaba, efectivamente. Lo leyó de nuevo, y reconoció que era algo que valía la pena trasmitir a su querido Juan Íñigo.

Así, ella depositó la idea en una de las neuronas sanas de Juan, esperando que éste se diese cuenta: no sería la primera vez que él ignorase alguna propuesta creativa de Otilia.

Afortunadamente esta vez el anciano escritor captó la idea, e inmediatamente se sentó en su escritorio a escribir un cuento, una historia maravillosa que sería la última, pero tal vez la más brillante de su vida.

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Unos meses más tarde, la crítica literaria reconoció que Juan Íñigo seguía en activo y de manera brillante. De nuevo un libro suyo ocupó el primer lugar en ventas en su país.

Poco tiempo después, Juan enfermó de manera definitiva. En su lecho de muerte, meditó mucho acerca de los muchos éxitos que había tenido en su existencia.

Fue en ese momento que Otilia decidió presentarse ante él. Le dijo quién era, y le hizo ver que habían sido una excelente mancuerna en la vida.

Juan, por primera vez, reconoció para sí que nunca había estado solo, que su éxito había sido compartido con una musa.

Lo mejor que pudo hacer para compensar su orgullosa ceguera de toda una vida, fue pronunciar el nombre de Otilia en voz alta.

Quienes lo acompañaban en sus últimos momentos no entendieron nada de lo que Juan Íñigo decía, pero Otilia tuvo suficiente con haber sido nombrada y reconocida por su querido escritor.

Ambos murieron en el mismo instante, satisfechos y realizados por todo lo que habían logrado en su prolongada y productiva existencia.