domingo, 26 de octubre de 2008

Hombre-lobo


Una neblinosa y lúgubre noche de luna llena, el temible hombre-lobo empezó a sentirse mal, justo cuando estaba a punto de atrapar a una de sus víctimas, al extremo de que, jadeando y con taquicardia, prefirió abandonar la persecución.

Posteriormente, durante todo el resto de la noche, sufrió de tremendos dolores en los dedos de los pies, así que se retiró a su hogar humano a tomar un calmante fuerte y un baño caliente. Todavía con la piel peluda y con rasgos lobunos, se puso su bata y sus pantuflas para tomar un té de camomila antes de acostarse.

Al día siguiente, ya completamente transformado en persona, pero aún adolorido, fue a visitar a su médico de cabecera, quien, desconociendo totalmente su dicotomía de hombre-lobo, le ordenó una serie de análisis clínicos para ver qué males lo aquejaban.

Los resultados de éstos fueron terribles: tenía altísimo el ácido úrico, el colesterol rebasaba sobremanera los límites establecidos y el azúcar de la sangre lo marcaba como diabético potencial. Su organismo era un desastre para ser un hombre tan joven.

Además de una retahíla de medicamentos y de ejercicios físicos, el médico le recetó una dieta vegetariana radical, con prohibición total de todo tipo de carne.

El hombre-lobo, que de verdad había disfrutado hasta entonces de ambas facetas de su vida, tuvo que aceptar sin chistar las restricciones del médico, pues los dolores y malestares eran terribles.

Cuentan por ahí que por las noches de luna llena, aparece por las huertas de las aldeas cercanas a la gran ciudad, un infeliz hombre-lobo que con cara triste recoge lechugas, coles y rabanillos para comerlos oculto y avergonzado tras los establos, mientras los niños aldeanos traviesos se burlan de él y le arrojan a su paso cáscaras de naranja y huevos podridos. Él los tolera con resignación, sabiendo además que hoy él es el escarnio de la intransigente y conservadora comunidad de hombres-lobo.