sábado, 16 de febrero de 2008

La bruja del bar

Tuvo que dejar su pocilga en el bosque negro porque un grupo de duendes antialcohólicos, harto de su presencia, la amenazó con quemarla viva en ramas de roble amarillo (aquél cuya flama alcanza la máxima temperatura).

Hacía tiempo que a nadie dañaba, pues se la pasaba bebiendo licores asquerosos que la alejaban de la realidad cotidianamente.

Recogió sus bártulos y sus bebidas baratas, los metió en un itacate (bulto o envoltorio de tela que se carga sobre la espalda) y voló hacia otros lugares. Como sus viajes en escoba en estado alcohólico ya habían generado muchos accidentes en los bosques cercanos, en ninguna parte fue bien recibida. Era una bruja decadente.

No tuvo más remedio que internarse en mi ciudad. Ahí, para bien o para mal, nadie la conocía, y pasaba desapercibida ante la prisa de los transeúntes. Pero tampoco tenía dinero ni antecedentes para alquilar un piso decente (lo que para una bruja sería un piso decente, desde luego).

Ya casi desesperada por el hambre y aburrida de vivir en la acera, pasando frío y respirando la polución citadina, una noche vio una tenue luz que decía:

“Bar Aquelarre”

Ingenuamente pensó que las brujas cosmopolitas se reunían ahí frecuentemente.

Nada de eso: era un lugar caro, de moda, en donde la juventud destrampada –como yo- se reunía noche a noche a beber, a fumar, a drogarse.

Los encargados de la puerta la dejaron entrar a pesar de su asquerosa apariencia, pues pensaron que su deprimente vestimenta era una nueva moda parisina. Ella se sintió feliz acompañada por las estrambóticas luces y los sonidos multidecibélicos de aquel lugar. Decidió radicar ahí el resto de su vida.

Supo pasar desapercibida esa noche y encontrar un escondite permanente en el sótano del bar. Así, todas las madrugadas, cuando los clientes se marchaban, ella se quedaba sola y disponía de una enorme cantina perfectamente surtida para satisfacer sin costo su vicio alcohólico.

Ahí la conocí, una noche en que la marihuana me hizo perder el buen gusto. Lucía esplendorosa para mi deteriorada percepción, sentada sola en una mesa frente a la pequeña pista de baile. La saqué a bailar, y perdido en la mezcla de droga y licor, me pareció bellísima.

A pesar de que me lleva unos quinientos años de edad, a pesar de que es espantosa, asquerosa y maloliente, la ceguera del amor me hizo pedirle matrimonio.

Hoy pago las consecuencias de mi drogadicción y ligereza. Ella vive en mi casa, maneja mis ingresos, comparte mi lecho, y lo que es peor: se presenta en sociedad como mi esposa.

Eternamente bella

Todos los atardeceres desde hacía muchísimo tiempo, esa bellísima mujer bajaba sonriente desde su blanca mansión hasta el plateado mar, y se colocaba allí, justo en donde las olas se estrellaban con enorme estruendo contra el acantilado dorado que casi nadie conocía. Ahí colocaba una redecilla con golosinas, mientras disfrutaba de la suave brisa y del rítmico romper de las olas.

Después subía alegremente la ladera de la colina, llena de flores de mil colores, y entraba en la gruta de los venados. Ahí solía meditar un rato, y antes de irse, colocaba una trampa de metal con un jugoso trozo de carne cruda.

Llegaba hasta lo más alto de la cima ya casi de noche, siempre optimista. Aún podía disfrutar un rato del cielo rojo del ocaso sobre el oscuro océano, y ver cómo aparecían las primeras estrellas en la oscuridad del firmamento. Cantaba feliz mientras colocaba una red grande casi invisible. En ella acomodaba una vela encendida con aroma sensual, que disfrutaba un rato antes de alejarse.

Después bajaba a su casa, y enseguida dormía plácidamente. Tenía sueños dulces, con amables dragones dorados y densas nubes púrpuras, pues sabía que todo estaba bajo control.

Por las mañanas, con los primeros rayos del sol, volvía a bajar al estruendoso acantilado que tanto le gustaba, con la certeza de que algún demonio había caído en su redecilla, como ocurría ininterrumpidamente cada día desde hacía mucho tiempo. Como de costumbre, y a pesar de los lamentos del infeliz diablillo acuático del día, ella lo acuchillaba, lo descuartizaba y guardaba sus pedazos en su bolsa de color de rosa.

Después subía alegre por la ladera cubierta de flores, justo cuando el dorado sol alumbraba perfectamente su hermoso sendero de siempre. Igualmente sabía de sobra que algún demonio subterráneo estaría atrapado en la gruta de los venados. Como siempre, ella lo saludaba con dulzura, le rogaba que se dejase matar sin lamentos inútiles, le clavaba su cuchillo, lo descuartizaba y lo echaba también en la bolsa de color de rosa.

Finalmente llegaba a la cima, con la certeza de que jamás faltaría un ingenuo demonio volador que se acercase a oler el sensual aroma de sus velas. Por más que le rogaban los incautos diablillos alados, ella siempre repetía la misma rutina: saludarlos amablemente, clavarles el cuchillo, cortarlos en mil pedazos y echarlos a la bolsa de color de rosa.

Después, algo entristecida por escuchar tantos lamentos y gritos de dolor de los infelices demonios al ser descuartizados, regresaba a casa justo para prepararse el mejor de los desayunos del universo, aquel que le permitía conservarse joven y bella eternamente: un delicioso y nutritivo jugo de demonios.



Mi dragoncete

Mucha gente aquí piensa que los dragones son necesariamente perversos, que escupen fuego para destruirnos, que secuestran ganado o princesas para alimentarse, que luchan contra los caballeros para agotar nuestra resistencia humana.


No, no es así.


Si acaso valdría decir que los dragones se portan aquí, en este país, de esa manera, porque la gente así los trata a ellos.


En el lejano país del cual procedo, los dragones y la gente convivimos pacíficamente. ¡Pero qué digo! Mucho más que pacíficamente: los dragones y los hombres somos amigos, colaboramos, nos ayudamos.


En mi país, los dragones comen flores en campos cultivados por la gente; los curamos cuando enferman; protegemos sus huevos y retoños; los queremos. Ellos nos devuelven cariño; calientan nuestros hogares en invierno; nos aconsejan.


¿Qué hago hoy tan lejos de mi tierra? Es toda una historia que dio comienzo en mi aldea hace algunos años, cuando apareció por ahí Delia, una dragona de verdad hermosa, de un color verde esmeralda con destellos rojos en sus alas.


Pero no quiero prejuzgar a Delia. Ella estaba en celo, según me dijeron. Tal vez no fue su culpa.


Altair, el más prometedor de los dragones adolescentes en mi mayorazgo, quedó prendado de Delia. Ella le coqueteó, es cierto, y su aroma de hembra en celo acabó de enamorarlo. Alguien me dijo que Delia voló hacia el oriente, buscando acortar la larga noche, y tras de ella, errante y enamorado, voló Altair ilusionado. Nunca más supimos de él.


Lo buscamos por la Sierra Encantada, entre los arroyos de néctar; entre las nubes púrpuras que tanto le gustaban. Lo buscamos en el reino de los Trífidos, en las cuevas de las hadas, en el paraíso de Xubain, pero nunca lo encontramos.


Alguien me habló de esta tierra, diciéndome que Delia moraba en ella, que era posible que aquí estuviese Altair todavía buscándola, insistiéndole, o llorando su indiferencia.


Necesito encontrarlo. Temo por él. En este reino la gente mata a los dragones. Altair carece de malicia. Es tan sólo un chiquillo enamorado.


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Sé que Altair está cerca, y también sé que de alguna manera está contento. Lo sé por las nubes púrpuras en el horizonte. Cuando mi dragón dorado sueña cosas agradables, genera ese tipo de nubes y otros prodigios.

Así, al aparecer nubes púrpuras en el horizonte de este país -en donde las nubes siempre son blancas, grises o negras-, sé que se debe a que Altair está aquí, y que soñó con sus nubes favoritas, las púrpuras.
Sé que está ahí, que está contento, y por eso muero de alegría. Aun así, quiero verlo, tocarlo, estar con él.

Estoy en la parte dura de la jornada. A los dragones les gustan las cimas escarpadas, no cabe duda. Tal vez vivan en estos lugares para protegerse de los hombres. En este país así debe ser, pues los humanos matan a los dragones.

Altair, mi hermoso dragón dorado, fue criado en una hacienda de flores, pero parece que su destino son las cumbres áridas y desoladas como ésta.

¿Por qué sé que está cerca? Me lo dijo ayer un xnatey. Ellos perciben a los dragones con su extraño sentido de la vibración del aire. Los xnatey no tienen cuerpo, aunque parecen tenerlo. Caminan sobre la tierra sin dejar huella, pues al carecer de cuerpo, su pisada no existe. Son seres esenciales, parte del aire que respiramos. Pero son amigables, sobre todo cuando perciben dolor o preocupación, como es mi caso.

Sigo escalando la roca abrupta. El viento frío corta mi cuerpo, pero la necesidad de ver a Altair me fortalece. Debe faltar poco para llegar a la cima, y ahí, en algún lugar, lo encontraré.

Recuerdo cuando él nació. Su huevo fue colocado en una cesta de mimbre azul, rellena de algodón de Calania. Bulbulbudura, su madre, lo cuidaba y calentaba, lo mimaba, mientras volteaba hacia mí orgullosa como diciéndome: “Será un dragón hermoso”.

Cuando Altair nació, las predicciones de Bulbulbudura se cumplieron. Era, en efecto, un dragoncete precioso, de color dorado como el sol. Lo pusimos en un lecho de hierba aromática para que se impregnara de magia.

Los dragones criados sin magia nunca aman, y sólo sirven para proteger a los hombres. Cuando los nutres de magia, sus alas destellan, sus colas adquieren colores irisados, y aman a sus semejantes y a los humanos. Así fue criado Altair.

Ahora empiezo a sentir su presencia. He llegado a la cima. No debe estar lejos.


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Ahí está Altair. Lo vi un instante antes de que él me viera. Viene hacia mí a toda velocidad. Es majestuoso. Ha crecido y embarnecido. Se ve imponente.

Su enorme sombra me cubre ahora totalmente, y con sus movimientos me dice que avance, que siga mi rumbo. Algo quiere mostrarme. Se ve alegre. Mi corazón late fuerte. Sigue vivo. Me recuerda.

Y ahí está Delia, hermosa como me la platicaron. También ha salido a recibirme, a pesar de que no me conoce. Sé que Altair le ha contado de su vida en la hacienda de las flores.

¿Los dragones hablan? No, pero todos sabemos que cuando entre ellos se tocan las alas, se transmiten los afectos y recuerdos. Así, cuando dos dragones se acercan y se tocan, los dos comparten, a partir de ese momento, todas sus experiencias, sus recuerdos, sus amores. Delia me ama. Me lo está demostrando con su vuelo alegre.

Ambos me dirigen hacia un nido en una pequeña cueva. No me sorprendería encontrar un retoño. Hace tiempo que Altair y Delia se fueron de mi tierra.

Y ahí está: un pequeño dragón verde y dorado de pocos días de nacido. Aún no tiene nombre por lo visto. Pero es un digno vástago de Altair y Delia. Ambos lo presumen orgullosos, y son felices por mi presencia.

Veo que le han puesto en el nido hierbas aromáticas traídas de las llanuras. Es importante nutrirlo de magia. Altair lo sabe de sobra.

Llegó la hora de mi regreso. Mis angustias quedaron atrás. Sé que Delia y Altair están bien, y que su hijo crecerá en estas montañas. Hará leyenda entre los hombres. Lloro al despedirme. Los dragones me acompañan con sus lágrimas. Son adultos. No me necesitan.