domingo, 31 de agosto de 2008

La casa en la nube

Desde luego era una casa muy ligera, hecha con ladrillos de ensueño. En vez de cemento para unirlos, emplearon polvo de optimismo argamasado con agua de buena voluntad. De otra manera, la nube no habría soportado el peso.

La nube no era cualquier nube. Antes de iniciar la construcción de la casa, entrevistaron a cientos de ellas, y ésta fue la única que les garantizó un lugar estable en el cielo que jamás se tornaría de color gris, pues si llegase a hacerlo, todo el proyecto de la familia duende se vendría abajo con la lluvia. Era una nube con buenos principios, y estaba ansiosa de tenerlos ahí arriba con ella.

Para llevar hasta ahí los materiales de construcción, contrataron a un grupo de alegres libélulas del pantano, y para subir y bajar de la nube, la familia duende aprovechaba el paso de casi todas las tardes del amable arco iris, lo que a los niños les encantaba, porque pensaban que era un enorme tobogán.

Un año antes habían decidido abandonar el bosque, porque ya había demasiada población de duendes y costaba trabajo encontrar setas color ámbar para alimentarse.


En la parte de atrás de la nube, hicieron unos surcos con sus dedos, y en ellos sembraron semillas de azúcar de algodón. Salieron plantas de color de rosa y azul celeste, con frutas que a todos deleitaban por su dulce sabor.

El lugar era tan alegre, que miles de pájaros se acercaban cada día a saludar con melódicos cantos a la familia, para desearles toda clase de felicidad en su nuevo hogar, en donde el bebetín duende, recién nacido, soñaba con esferas de todos los colores y sonreía plácidamente en su ventana asoleada.

Aquella tarde, papá duende y mamá duende estaban felices, pues finalmente habían logrado su sueño de toda su vida de tener una agradable casa en el cielo.