martes, 15 de mayo de 2012

¿Quién osó alterar la tranquilidad de las hadas de color púrpura?


Hay varias versiones científicas que pueden explicar lo anterior, todas ellas igualmente probables:

La primera son los incontenibles y agresivos celos de las hadas color de rosa. Se sabe de sobra que son muy envidiosas.

La segunda se refiere a las películas en blanco y negro, que nunca superaron el hecho de que Technicolor las haya desplazado para siempre.

También está la malvada bruja Escaldufa, que se llena de ronchas cuando un hada púrpura ronda su jardín.

Y no olvidemos al rencoroso duende Matafustán, que siempre pretendió a Manafuninia, la reina de estas adorables criaturas, sin que ella le hubiese correspondido jamás.

O tal vez fueron gérmenes patógenos mutantes, que se ensañaron con ellas simplemente porque ésa es su naturaleza.

O fui yo, que cometí el enorme error de describirlas en uno de mis cuentos, dejándolas expuestas a la crítica literaria, que las considera inverosímiles.

Como sea -fantásticas o no- acabo de generarles el mejor de los refugios imaginables: una historia en la que no hay hadas color de rosa para así evitar las molestas envidias; ni películas en blanco y negro en las que el espléndido color púrpura de nuestras hadas no pueda aparecer en todo su esplendor; una fábula en la que no hay cabida para la bruja Escaldufa, por su espantoso olor  ; un cuento en donde el perverso duende Malafustán no puede entrar porque la puerta de acceso es mucho más pequeña que él; una preciosa historia que está llena de una asepsia total, en cuya atmósfera los gérmenes patógenos no pueden sobrevivir por decreto literario ; y además,  una  preciosa descripción de lo que ellas son, de la que ningún lector, por escéptico que sea, podrá dudar jamás.



Espero que con todo esto, las adorables hadas de color púrpura perdonen mi terrible osadía de haberlas expuesto a un mundo que, por lo que sea, no está preparado para saber que ellas –con toda su belleza y esplendor-  en realidad existen, y así acepten regresar  a posarse en mi escritorio, como solían hacerlo, porque reconozco que de verdad que las extraño.