sábado, 30 de abril de 2011

El tornillo


Juancelo, el duende, lo encontró atornillado en lugar discreto en la corteza de un viejísimo olmo en un paraje en donde nadie pasaba.

Como es característico de los duendes no soportar la curiosidad, fue a casa corriendo a buscar un desatornillador para quitarlo e indagar las razones por las que alguien lo había puesto en aquel inesperado lugar.

Procedió a desatornillarlo. Nada parecía extraño hasta que el tornillo giró la última vuelta y cayó al suelo.

En ese momento, con pavoroso estruendo, el enorme olmo cayó al piso. Sus raíces, al ser desprendidas de la tierra, generaron un enorme hoyo seguido de un devastador temblor que arrasó con el resto de los árboles del bosque.

Ante los despavoridos ojos de Juancelo, el bosque desapareció hundiéndose en el cercano mar.

Unos instantes después, todos los continentes de la Tierra corrieron la misma suerte del bosque. Antes de que transcurriese media hora, el planeta se colapsó sobre sí mismo, en un enorme cataclismo de proporciones siderales.

La misma suerte corrieron el resto de los planetas de nuestro sistema solar: todos se retorcieron internamente, generando sismos impresionantes, para ir a estrellarse contra el sol y fundirse en él.

Cuando parecía que todo había quedado allí, el sol empezó a convulsionarse. Enormes llamas saltaban de su superficie como jamás se había visto.

En cuestión de un par de horas, las tormentas solares hicieron que el sol explotara y se convirtiese en una enorme supernova.

Miles de millones de partículas salieron despedidas al espacio por la descomunal explosión, llevando consigo una inconmensurable carga destructiva que hizo que nuestra galaxia explotase entera, arrasando con todas las galaxias vecinas. Cualquier forma de vida que alguna vez hubiese existido en aquella inmensidad, se extinguió para siempre.

La destrucción total de todo lo contenido en el universo se llevó a cabo en cuestión de un par de días. Nada quedó como estaba, y el caos volvió a reinar como hacía miles de millones de eones.

Zeus, ligeramente preocupado por lo ocurrido, llamó a Minerva para hacerle un pequeño reproche:

“¡Te dije varias veces que el tornillo no estaba lo suficientemente escondido!”