viernes, 17 de abril de 2009

El destino de Romelia


Romelia emergió llena de orgullo un día de primavera, pensando que su belleza era única. Pero poco tardó en darse cuenta que era una de cientos de flores tan sólo en aquel frondoso árbol de durazno, y una de millones en aquella huerta tan extensa.

El aire primaveral cercano al durazno pululaba de abejas cargadas de polen que comerciaban en busca de néctar en las flores blancas de los productivos árboles.

Nuestra flor -que no era tonta- sabía que muchas de ellas no lograrían ser polinizadas, y que en cuestión de días morirían deshidratadas, llenas de tristeza por no haber quedado preñadas con un fruto que les daría una razón para seguir con vida.

Pasaron los días, y ninguna abeja se le acercaba. El pesimismo empezó a mellar su estado de ánimo, y sus pétalos de hermoso y llamativo color blanco empezaban a desfallecer, cuando un abejorro despistado quedó deslumbrado por su corola amarilla.

Ella, al notarlo, alzó sus pétalos con toda la fuerza que le quedaba, y lanzó al aire aromas eróticos que debían volver loco al insecto.

Éste, sin embargo, encontró ahí cerca una flor más fresca y bella, y se olvidó de Romelia.

En un par de horas, nuestra flor ya estaba completamente seca y muerta. Como ocurrió a muchas otras, su corta vida no le había sido favorable.