sábado, 11 de febrero de 2012

El pterodáctilo y la libélula


Pterín era un portentoso saurio volador perteneciente a una especie triunfadora que asolaba los bosques jurásicos. Pero él era diferente.

En aquella época y circunstancias, no existían los psicólogos, ni las terapias, ni los divanes, así que tuvo que resignarse con ser permanentemente una criatura incomprendida hasta su muerte.

Su tragedia comenzó cuando, tratando de atrapar algún pez de cierto tamaño, llegó a un fértil pantano lleno de vida. Fue ahí cuando conoció a Libi, la libélula, que jugueteaba entre los primitivos nenúfares buscando algún insecto para devorar.

Aunque ella era mucho más pequeña que él, Pterín quedó prendado de la ligereza de sus alas, de su capacidad de quedar flotando en el aire sin ningún desplazamiento, de su fina cintura, de toda su naturaleza. Era una verdadera belleza, un digno producto de la ya avanzada evolución de las especies.

Después de ese primer contacto visual, nuestro amigo bajaba todas las tardes al pantano a tratar de enamorar a Libi, aunque ella, más madura que él a pesar de su diminuto cerebro, estaba llena de dudas acerca de la relación que Pterín proponía. No era sólo la diferencia de tamaño, sino de hábitat, de genes, de muchas cosas que, lamentablemente, el enamorado Pterín no comprendía.

Él insistía tarde tras tarde, hasta que, durante un maravilloso atardecer antediluviano, Libis lo aceptó como pretendiente.

Pterín se volvía loco de la ilusión por aquel incipiente e inexplicable amor. Planeaba feliz constantemente sobre el pantano, antes de posarse sobre la roca junto a los helechos que rodeaban aquel romántico remanso jurásico.

Todo iba bien, hasta que un sapo primitivo sorprendió con su larga lengua a Libi, la enamorada libélula, mientras ésta disfrutaba distraída del vuelo de su portentoso enamorado.

El fósil de Pterín fue encontrado millones de años después por una expedición de antropólogos financiados por la Universidad de Wisconsin. Nunca supieron del romance del pterodáctilo con la libélula, pero uno de los estudiantes anotó en su bitácora que la cara de aquel saurio manifestaba una enorme tristeza. Desde luego, esta observación fue reprobada por los eruditos académicos de esa institución: los pterodáctilos –obviamente- carecían de sentimientos.