martes, 28 de mayo de 2019

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Ella era un caramelo. Mujer más dulce no había conocido la historia.

Cuando fue concebida, los ángeles la nutrieron con azúcar, con miel, con dulzura inimaginable.

Cuando nació, sus padres compraron algodón de azúcar teñido de rosa, y con eso forraron su agradable cuna.

Su madre extraía su leche y antes de dársela a la nena, la revolvía con leche azucarada Nestlé, la leche de vacas contentas.

Además, ella fue besada y acariciada por sus padres cada noche durante toda su infancia. Eso le generó una permanente respuesta amorosa y afectiva llena de contactos físicos a todos sus seres cercanos, quienes la adoraban y le respondían con toda clase de mimos.

La nena fue creciendo en ese paradigma de almíbar y néctar, pero a sus dieciocho años, algún desbalanceo nutricional le hizo buscar nuevas opciones alimentarias. Solía acompañar a su madre al supermercado –sin decirle porqué- y especulaba con sus necesidades y gustos ante los estantes llenos de alimentos nacionales e importados, consecuencia de la globalización.

Un día, un par de años y mil latas de alimentos enlatados después, la ahora mujercita encontró en el supermercado un sobre de plástico semicongelado que decía: “Filetes de Jabalí Africano”. Lo compró para ver sí esa nueva opción nutricional le brindaba algún beneficio entre tanto caramelo que se comía en su casa.

Llegó a la cocina  y siguió las instrucciones al reverso del paquete. Lo puso dos minutos en el horno de microondas, lo sirvió en un plato, se sentó sola en la mesa del antecomedor, y probó la nueva opción con un golpe de tenedor.

En primera instancia le supo a carne de cerdo, pero algo más fibrosa y con sabor más “salvaje”. 

Pero le gustó, e inmediatamente dio un segundo “tenedorazo” al filete de jabalí… y otro más…y otro más. La dulce mujercita devoró literalmente en cuestión de un par de minutos todo el paquete de jabalí (ración para una familia), y se levantó de la mesa completamente transformada.

Aquella dulzura que la había caracterizado desde su más tierna infancia, parecía anulada por la exótica carne del jabalí africano. De repente, nada le parecía. Empezó a embestir a quien se le acercaba: a sus hermanos, a la cocinera, a su madre, a su padre, a sus amigas.

Después de probar la carne de jabalí, ella era diferente, realizada, burda, agresiva. La dulce nena –ahora convertida en brava y hostil mujer-  jamás abandonó su nueva dieta: vocaciones son vocaciones.