miércoles, 19 de agosto de 2009

Apocalipsis


Una vez más se presentó la omnipotente Noche a avasallar la superficie del planeta, borrando con su absoluta oscuridad hasta el último rastro de luz que hubiese pretendido dejar el Sol, su existencial pero insignificante enemigo.

La ingenua e impotente Luna -que de siempre había pretendido al Sol sin saber que éste coqueteaba igualmente con decenas de satélites- intentó quedar bien con él, poniendo un poco de su claridad para atenuar la impresionante oscuridad que la Noche promovía, pero de poco le sirvió a aquella: ésta, finalmente y como siempre, impuso sus reglas.

Llegado ese momento, cientos de criaturas noctámbulas aparecieron de la nada y poblaron el paisaje, dispuestas a cumplir con su consigna evolutiva de sobrevivir a cualquier costo, devorándose las unas a las otras para que sus amadas crías lograsen tener un futuro, tal como la diosa Natura había dictaminado: la crueldad manifestada estaba en sus genes. No era su culpa.

Así transcurrían las Horas. La Noche imponía su oscuro manto, pero no era tan perversa como podría pensarse: de alguna manera estimaba a su enemigo, y también a las criaturas diurnas que siempre lo acompañaban. Sabía que la diosa Natura también las protegía, y ella era respetuosa de sus grandes designios.

Y entonces, en un acto de humilde redención que se repetía en cada ocasión, cedió una vez más su lugar al Sol, cuya claridad reaparecía tímidamente en el horizonte, como pidiendo permiso.

La Noche era sabia, y jamás hubiese pretendido destruir el gran Equilibrio que había generado el gran dios de aquel bellísimo Universo hoy desaparecido. La destrucción vino de otro lado.

Hoy el reino de la Noche, convertida en eterna, se extiende hasta el infinito.