sábado, 19 de abril de 2008

Nenúfares

Para sus moradores, la vida en los estanques suele ser bastante monótona. Al no correr el agua, las cosas casi no cambian, y por lo tanto siempre se habla de lo mismo.

Las únicas novedades ocurren cuando aparece en las cercanías algún pato migratorio, o cuando los huevos de Eloína, el pez dorado hembra, eclosionan. El resto del tiempo, todos (peces, nenúfares, ranas, mosquitos, lombrices, etc.) se ven unos a otros con cara de hastío, y aprovechan para molestarse entre ellos contando chismes fastidiosos.



Hace algún tiempo, no obstante, ocurrió en nuestro estanque algo insólito que todavía se recuerda, y que dio tema para muchas historias y rumores.

Antino era un nenúfar particular, que sufría mucho por la monotonía del lugar. Un día, Zoila, una pequeña rana del tamaño de una perla, al ser perseguida por un pájaro, logró saltar a donde Antino se encontraba, escondiéndose entre los pétalos de su flor. Finalmente el pájaro se dio por vencido y se alejó. Ese día surgió una gran amistad entre Zoila y Antino.

Él sufría por ser una planta con raíz. Su mundo era pequeño, pues no veía muy lejos y estaba condenado a vivir siempre en el mismo lugar.

Ella, en cambio, era una rana muy optimista y alegre, pues se movía brincando de un lugar a otro. Solamente lamentaba dos cosas: que por su diminuto tamaño sus brincos no eran muy grandes; y que aquel pájaro estaba obsesionado por devorarla.

Como sea, ambos pasaban mucho tiempo juntos. Ella le platicaba mucho acerca de cómo eran los alrededores del estanque, de los muchos moradores que por ahí existían. Él se ilusionaba por saber tantas nuevas cosas del mundo, pero se frustraba por estar enraizado en ese lugar tan monótono.

Un día, Zoila, que era todo optimismo, le hizo una loca propuesta a Antino: “¡Vayámonos a conocer el mundo! Tú volarás y me llevarás encima de tu flor. Yo te diré hacia dónde dirigirnos y así ambos seremos muy felices.”

Él respondió triste que su raíz estaba anclada al fondo del estanque, y que eso sería imposible. Ella insistió en que ésa era una actitud pesimista indeseable, que él debería hacer un enorme esfuerzo para desarraigarse.

Finalmente, Zoila convenció a Antino, y, después de varios días de enormes intentos infructuosos, él notó que su raíz ya estaba libre del fango del fondo del estanque. Lo primero que hizo para estar seguro de eso, fue desplazarse un poco flotando en varias direcciones. Eso en sí ya era maravilloso, pero Zoila insistió en que por la noche, cuando los demás nenúfares no pudiesen verlo, intentase volar.

Al ponerse el sol y declararse la oscuridad total en el estanque, Antino logró sorprendentemente salir del agua y volar unos metros, llevando a Zoila sobre su flor. Ella estaba feliz. Él tenía todavía algunos temores, pero finalmente se decidió y continuó su vuelo dirigido hacia el amplio mundo por la pequeña rana.

Al amanecer, los sorprendidos nenúfares del estanque se dieron cuenta de que Antino no estaba en su lugar. Eloína, el pez dorado, les contó que lo había visto volando, llevando a Zoila, la rana, montada sobre su flor. Las envidias y los malos rumores se soltaron enseguida.

Cuenta una hermosa leyenda de la región que en las noches de plenilunio, suele aparecer en el cielo estrellado un nenúfar volador que croa alegremente, como si llevase con él, escondida en su flor, una pequeña rana encantada.

El carnaval de los monstruos

Frankenstein se despertó aquella mañana con ganas de fiesta y de sangre, así que corrió a casa de Drácula para proponerle hacer un carnaval de miedo al día siguiente. Éste asomó de su ataúd para decirle que sí, pero que llegaría –por razones obvias- hasta el anochecer.

Después fue a ver al temible hombre lobo, quien le dijo que iría de buena gana, pero que sin luna llena, era más parecido a un perrito faldero que a un monstruo digno de temerse.

Más tarde fue con Shrek, quien de verdad se entusiasmó, pero le confesó que tenía que consultarlo con Fiona, su esposa, que ya le había advertido acerca del daño que le hacía convivir con sus amigotes. En fin, le pediría permiso, pero de ir –cosa poco probable- tendría que comportarse muy modoso.

Buscó a Alien, pero éste había salido de viaje al espacio exterior y regresaría dentro de dos o tres semanas.

La momia quería ir a la fiesta, pero el día anterior había enviado su vendaje a la lavandería, y tardaría dos o tres días en volvérselo a poner, pues estaba mojado. Podía ir, pero con overol deportivo, con el que no asustaba a nadie.

Godzilla estaba enamorado de Nessie, y se había ido de vacaciones a Escocia.

El monje loco se disculpó, pues después de pasar varios años en la clínica había mejorado mucho, y ahora aspiraba a ser cardenal. Su actual investidura de arzobispo le imponía mucha compostura.

Al día siguiente, al anochecer, Frankenstein, Drácula y el hombre lobo se juntaron a las 8PM en Starbucks a comentar, frustrados, sus tenebrosas glorias del pasado y la escasa convocatoria lograda para el propuesto carnaval del terror. Se retiraron temprano, pues, decepcionantemente, nadie en esa concurrida cafetería notó su presencia, y si alguien lo hizo, sintió por ellos más lástima que miedo

El cuento que no quería ser cuento

Normalmente los cuentos disfrutan siendo cuentos. Hacen lo que pueden por trascender en el mundo de la ficción, de lo fantástico, pero jamás pretenden entrar en los terrenos de la realidad.

El cuento de este cuento –o mejor dicho, el cuento de esta historia, para no entrar en complicadas contradicciones- es que no quería ser cuento, sino historia real, y esas pretensiones literarias suelen conllevar mucha infelicidad y frustraciones.

Desde el principio, nuestro cuento tuvo dos cómplices o verdugos, cuestión de enfoques.

El primero fue su autor quien, siendo un excelente creador de cuentos, le imprimió tal calidad literaria a su obra, que no sólo confundía al lector, sino al propio cuento. Así, sus personajes se consideraban personas como tú o como yo, y pretendían ocupar espacios reales, siendo nada más que seres incorpóreos, ficticios, fantásticos.

El segundo fue aquel niño ingenuo que en todo creía, al extremo de que durante mucho tiempo vivió obsesionado tratando de conocer en persona a la Caperucita Roja, a Peter Pan y a Bambi, y años más tarde, y con más razón, a los personajes de nuestro cuento. Cuando lo acabó de leer, su absurda credulidad infantil alimentó de locas esperanzas a cada renglón de aquel frustrado libro lleno de exquisitos párrafos que se acercaban mucho a la realidad, pero sin jamás llegar a serlo.

Así, nuestro cuento pasó mucho tiempo pensando que era real.

Pero había algo que no lo dejaba dormir tranquilo: el viejo bibliotecario jamás le concedió un lugar en el estante de los libros de historia, y eso era de verdad preocupante. Su lugar era lamentablemente el librero de los cuentos.

Nuestro amigo el cuento anhelaba vehemente que aquel sabio anciano lo colocase en el librero de la derecha, el de los temas de historia, cosa que jamás sucedió.

Así, una mañana, cuando el niño crédulo, por enésima vez, quiso leer el cuento, al abrir el libro, encontró solamente hojas en blanco. El cuento que alguna vez pretendió ser historia, había decidido suicidarse.