lunes, 26 de abril de 2010

El cisne negro


Recostado sobre el diván del psicólogo del Hospital de Aves de Kalamata (en Messinia, Grecia), un distinguido cisne negro con muy buen plumaje lloraba amargamente, mientras el duro psicoanálisis le hacía brotar -uno tras otro- un sinnúmero de difíciles recuerdos de su infancia y juventud.

El prestigiado psicólogo-veterinario Ioannis Kapodistria dirigía maduramente la terapia. De repente, le dijo al cisne:

“¡Detente un momento! Hoy hemos hecho un gran avance: hemos logrado destapar los momentos ingratos de tu niñez y juventud, pero ahora debemos ordenarlos en el tiempo para después analizarlos de manera cronológica y en su conjunto, así que te pido que te concentres unos momentos y después reinicies la historia desde antes de que rompieses tu huevo, de lo que deduces que fueron tus antecedentes.”

El cisne negro enjugó sus lágrimas, permaneció en silencio varios minutos, y después reinició su emotiva conversación:

“No sé qué edad tengo. Pesa sobre mí una maldición de inmortalidad que detesto, pero que asumo. Por lo que sé de mis antecedentes, soy anterior a la gran Esparta, a la guerra del Peloponeso. Y si hago caso a las historias mitológicas que me han narrado, cuando se dio la guerra de Troya, yo ya era un gallardo macho que adornaba con su presencia los hermosos lagos de Lacedemonia.

Nací de padres desconocidos, pero eso tardé mucho en saberlo. Cuando rompí mi huevo, una dulce pata blanca me calentó con su aliento. Pasé muchos días acurrucado bajo su amoroso y caliente cuerpo, pues el invierno en Esparta era duro. Ella me adoraba, pero pronto entraríamos en un conflicto pueblerino: de sus seis hijos, yo era el más feo.

Al principio, yo y mis hermanos éramos todos amarillos y muy parecidos, pero a medida que el tiempo pasaba, empecé a darme cuenta de que mis pelos se oscurecían, para finalmente convertirse en plumas negras, que contrastaban con las estéticas plumas blancas de mis hermanos.

Mi cuello empezó a estirarse más de lo esperado. Mis patas se alargaron. Me convertí en un patito negro y deforme. Mis hermanos y mi madre me adoraban, pero los demás habitantes de la granja se burlaban de mí, me atacaban, y –lo peor- acusaban a mi madre de haber cometido adulterio con algún buitre.

Así, por muy fuerte que fuese el amor de mi madre y mis hermanos, éste se fue convirtiendo en un mar de dudas, de prejuicios, de desconcierto, algo demasiado duro para una criatura de pocas semanas de edad. Mi infancia fue terrible.

Tanto mi madre como mis hermanos y yo, tratamos de sobrellevar la humillación que mi presencia generaba en nuestro ambiente, pero había algo más duro: corrían rumores fuertes de que mi huevo no era ni siquiera de mi madre, que algo o alguien lo había puesto en su nido por motivos desconocidos. Eso fue terrible para mí: ni siquiera mi adorada madre era mi madre. Mis verdaderos padres eran totalmente desconocidos.

Por más que he investigado, nunca he podido saber qué o quién abandonó mi huevo en el nido de la pata que me tuvo como madre. Eso me mortifica. Con el paso del tiempo, supe de dioses que intencionalmente intervenían en la vida de los mortales. En esa época yo era un ave mortal como cualquier otra, pero había algún predestino que sobre mí pesaba.

Después de aquel casi interminable tormento infantil al que me vi sometido, vino para mí un gran momento. Mi gallarda silueta y mis esplendorosas alas, demostraron que yo era un hermoso cisne negro, todo un orgullo para mi madre adoptiva, quien soportó todo tipo de crítica malintencionada apoyada en la excelsa belleza de su hijo adoptivo: mis hermanos tuvieron que reconocer la diferencia de clase que existe entre los patos y los cisnes. Yo fui condescendiente con ellos, pero las humillaciones que recibí mientras se me consideraba un patito feo necesariamente pesaban en mi psique. Fui arrogante con ellos y tardé en superarlo.

Así, un día tuve que emprender el vuelo –los cisnes no pueden, por más que adoren a su madre y hermanos, vivir en granjas-. Encontré a pocas leguas de distancia, un espléndido remanso de aguas cristalinas en el río Eurotas, cerca de la ciudad de Esparta.

Después de tres o cuatro meses de disfrutar solitario de la pureza del agua y del aire de aquel privilegiado lugar, apareció Danina. Ella era un cisne hembra con mucha clase. Los cisnes hacemos pareja para toda la vida, y ella -joven y bella- estaba buscando compañero.

Nos enamoramos perdidamente. Cumplimos con todos los rituales de amor y sexo que la Naturaleza y la Buena Fortuna nos asignó. Sé que a cambio de ese privilegio divino, decorábamos el mundo con nuestra excelsa presencia: dos hermosas criaturas enamoradas complacíamos estéticamente a Zeus y a su séquito olímpico. No tengo la menor duda de ello, pero creo que nos excedimos: una bella y extraña mujer venía todos los atardeceres a observarnos.

Yo –ingenuamente- pensé que esa mujer disfrutaba tan sólo de nuestra magnificencia. No fue así.

Una mañana, al despertar, me di cuenta de que Danina no estaba a mi lado. La busqué corriente arriba y abajo del río Eurotas. Después de varios angustiosos días, encontré restos de su plumaje en un pedregal al norte de nuestro remanso: alguien la había matado.

Al principio no relacioné a Leda –ése era el nombre de la mujer que nos observaba día y noche- con el asesinato de Danina. Por lo tanto, en ese momento no me sentía culpable de lo que a continuación narraré.

Nunca superé la falta de Danina, pero todos los seres tenemos un instinto que nos hace salir delante de lo que se presenta, así que asumí mi tragedia: mis difíciles y complicados antecedentes me habían fortalecido.

Regresé al remanso del río Eurotas. La extraña mujer seguía disfrutando de mi presencia. No había una sola tarde en que no estuviese presente en la ribera observándome.

Un día inmemorable, la vi arrojando una rara poción en el agua. Un cisne no entiende mucho de esas cosas. Sólo sé que algo en el medio me embriagó. Mi cerebro se turbó, y cuando me di cuenta, Leda y yo estábamos haciendo el amor a orillas del río Eurotas.

Hay quien dice que Leda obró por propia iniciativa, simplemente enamorada de mi belleza.

Hay quien dice que la poción contenía a Zeus –dios del universo-, deseoso de amar a Leda, la esposa de Tindáreo, rey de Esparta, y que yo fui su instrumento.

Como haya sido, yo sé que fui manipulado. Mi eterno y maravilloso recuerdo de la bella Danina, y mi instinto de cisne monógamo, avalan mi inocencia. No me consta que Leda hubiese sido una mujer perversa. De Zeus no estoy tan seguro.

Como consecuencia de mi irresponsable encuentro sexual con Leda, sé que ella puso discretamente dos huevos: una reina humana que pone huevos debe ser necesariamente discretísima.

De uno de los dos huevos, nacieron Clitemnestra y Cástor, ambos mortales.

Del otro huevo tuve dos hijos divinos, y por ende, inmortales: Pólux fue uno de ellos. La otra fue la bellísima Helena, la que con su especial comportamiento generó una de las grandes epopeyas de la mitología: la guerra de Troya.

No soy nadie para juzgar a mis hijos. Quiero creer que Helena -una hija de cisne- genéticamente sería monógama. Ella, sin embargo, abandonó a su marido Menéalo para casarse con Paris. Ese hecho alimenta mis dudas y robustece la idea de que el segundo huevo no fue fertilizado por mí, sino por Zeus: Leda era obviamente promiscua. A pesar de mi gran amor frustrado por Danina, la infidelidad de Leda me mortifica.

Me tacharán de arrogante. Dirán que un simple cisne –por bello que yo pueda ser- involucrado involuntariamente entre hombres y dioses, no tendría derecho de reclamar a Zeus –dios del universo- el haber manchado su prestigio de paternidad. Pero sí: como sea, y a pesar de mi amor por Danina, reconozco que amé a Leda.

Dígame, Dr. Kapodistria: ¿tiene Usted remedio para mi existencial tragedia?”

Maia y la Primavera


Los Meses son seres vivos, más allá del prosaico uso humano del calendario para recordar compromisos, aniversarios, edades, conjunciones astrales y otras insignificancias.

Los Meses tienen su historia olímpica, su trayectoria divina, sus mensajes relevantes, sus magníficos errores, sus vergüenzas, sus odios, sus aliados, sus enemigos, sus cosas, mucho más allá del irrelevante entendimiento humano.

Maia (Mayo), en su inexplicable ingenuidad, cometió el error infantil de dejarse influenciar por Afrodita (Abril), quien en su calidad de diosa del amor y la reproducción, la indujo a dejarse embarazar por Marte (Marzo), viril dios de la guerra, enamorador de divinidades en tiempo de paz, para luego abandonarlas en la primavera, justo cuando el campo se seca y los ejércitos que él controla pueden retomar las hostilidades.

Juno (Junio), la seria y afectiva diosa olímpica del matrimonio, se sintió aludida ante el embarazo de Maia (Mayo), pero de sobra conocía a Marte (Marzo) y sus ligerezas. Él jamás asumiría un compromiso de esa naturaleza, en el que no hubiese sangre, muertes, vencedores y vencidos. Nada pudo hacer ella ante el hecho consumado.

No tardó Maia (Mayo) en reconocer su realidad: el fruto de su divino vientre no tendría un padre amoroso y presente.

Derramó unas cuantas lágrimas, pocas, porque apeló a su fortaleza de mujer abandonada, y de su divina casta nació la Primavera, el regalo más preciado que pudo haber tenido.

Entonces el campo se llenó de flores, de aromas, de ilusiones. Millones de hembras de todas las especies existentes se solidarizaron con ella, y así nacieron, junto a su hija la Primavera, millones criaturas tiernas que poblaron el mundo de cachorros, de huevecillos, de brotes, de capullos.