sábado, 16 de febrero de 2008

Eternamente bella

Todos los atardeceres desde hacía muchísimo tiempo, esa bellísima mujer bajaba sonriente desde su blanca mansión hasta el plateado mar, y se colocaba allí, justo en donde las olas se estrellaban con enorme estruendo contra el acantilado dorado que casi nadie conocía. Ahí colocaba una redecilla con golosinas, mientras disfrutaba de la suave brisa y del rítmico romper de las olas.

Después subía alegremente la ladera de la colina, llena de flores de mil colores, y entraba en la gruta de los venados. Ahí solía meditar un rato, y antes de irse, colocaba una trampa de metal con un jugoso trozo de carne cruda.

Llegaba hasta lo más alto de la cima ya casi de noche, siempre optimista. Aún podía disfrutar un rato del cielo rojo del ocaso sobre el oscuro océano, y ver cómo aparecían las primeras estrellas en la oscuridad del firmamento. Cantaba feliz mientras colocaba una red grande casi invisible. En ella acomodaba una vela encendida con aroma sensual, que disfrutaba un rato antes de alejarse.

Después bajaba a su casa, y enseguida dormía plácidamente. Tenía sueños dulces, con amables dragones dorados y densas nubes púrpuras, pues sabía que todo estaba bajo control.

Por las mañanas, con los primeros rayos del sol, volvía a bajar al estruendoso acantilado que tanto le gustaba, con la certeza de que algún demonio había caído en su redecilla, como ocurría ininterrumpidamente cada día desde hacía mucho tiempo. Como de costumbre, y a pesar de los lamentos del infeliz diablillo acuático del día, ella lo acuchillaba, lo descuartizaba y guardaba sus pedazos en su bolsa de color de rosa.

Después subía alegre por la ladera cubierta de flores, justo cuando el dorado sol alumbraba perfectamente su hermoso sendero de siempre. Igualmente sabía de sobra que algún demonio subterráneo estaría atrapado en la gruta de los venados. Como siempre, ella lo saludaba con dulzura, le rogaba que se dejase matar sin lamentos inútiles, le clavaba su cuchillo, lo descuartizaba y lo echaba también en la bolsa de color de rosa.

Finalmente llegaba a la cima, con la certeza de que jamás faltaría un ingenuo demonio volador que se acercase a oler el sensual aroma de sus velas. Por más que le rogaban los incautos diablillos alados, ella siempre repetía la misma rutina: saludarlos amablemente, clavarles el cuchillo, cortarlos en mil pedazos y echarlos a la bolsa de color de rosa.

Después, algo entristecida por escuchar tantos lamentos y gritos de dolor de los infelices demonios al ser descuartizados, regresaba a casa justo para prepararse el mejor de los desayunos del universo, aquel que le permitía conservarse joven y bella eternamente: un delicioso y nutritivo jugo de demonios.



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