sábado, 7 de junio de 2008

Soñando en la superficie de Narak

Decidí por fin olvidarme de la ingrata Luna, después de todo lo que le rogué durante cientos de años, sin que ella osara siquiera mirarme. Finalmente concluí que un requisito esencial para amar a alguien es tener al menos una mínima esperanza de ser correspondido. Como no fue así, me marché silencioso y resignado a otro mundo, un lugar algo lejano en el que no hay una luna, sino muchas.

Me dijeron los sabios que aquello se llamaba Júpiter, en honor a un dios de alguna mitología de los mitológicos humanos, seres fantásticos cuya existencia no está todavía demostrada científicamente.

En las órbitas de Júpiter conocí a Europa, una antigua amante de aquél, que llegó hasta aquí siguiéndolo, montada en un toro blanco, y que enamorada del relevante dios, se convirtió en su satélite para siempre.

Ambos nos gustamos. Ella estaba harta de esperar inútilmente la atención de su inalcanzable amado, así que me pidió que la liberase de la fuerza de gravedad que la tenía aprisionada, para así poder amarme sin condiciones.

Todo fue inútil: los celos de Júpiter hacen que todas sus amantes giren alrededor de él eternamente sin la menor posibilidad de evitarlo. Durante miríadas desgasté mis músculos y mi cerebro tratando de llevarla conmigo, pero fracasé. Júpiter es de verdad muy poderoso. Y aprendí que no es mitológico, sino real, completamente real.

Con tristeza y muchas lágrimas, resignado me despedí de Europa, pues yo tenía que considerar que mi vida se agotaba y no había logrado todavía mi obligación existencial normada por los cánones de Euticia: tener un hijo astral que algún día gobernase la parte púrpura del universo.

De esta manera y totalmente deprimido, me dejé llevar por el viento solar y los agujeros negros, hasta caer en Narak. Ahí me encerré en una gruta fluorescente a llorar mis penas. Tanto lloré que mis lágrimas regaron el suelo, y con esa humedad lacrimosa nacieron plantas y criaturas que yo no imaginaba. Entre ellas estaba Nauruka -la bella y amorosa Nauruka-, quien lamentando sinceramente mi tristeza, se enrolló en todo mi cuerpo llenándolo de compasión y amor.

Quedó preñada de mis sentimientos.

Y cuando nuestro hijo -el futuro emperador del universo púrpura y fruto de mis amores con la bella Nauruka- estaba a punto de nacer, ocurrió algo lamentable: mi inexistente humana esposa del planeta Tierra me despertó, recordándome que si no llegaba puntual al trabajo, podía perderlo, por reincidencia en sueños fantásticos convertidos en retrasos registrados por un reloj controlador computarizado que enviaba toda la información en tiempo real al jefe de personal de una patética empresa mundana que fabricaba colchones para humanos, en la cual yo era el responsable de contabilizar uno por uno los defectos que registraba la gente de Control de Calidad.

Salté de la cama inmediatamente, pues soy un ente muy responsable, pero debo reconocer que sigo amando a Nauruka y a nuestro hijo por nacer, además de que hasta donde recuerdo, los seres humanos no existen, ni están científicamente demostrados, por lo que esta irrupción absurda a lo que es mi vida en Narak, debe ser una fantasía desagradable, una pesadilla de la que tarde o temprano despertaré.

Espero que cuando mi hijo gobierne el universo púrpura, él venga por mí, y yo sea transportado en nave maravillosa a su inmenso reino, y ahí se me conceda un merecido lecho de amor para acariciar eternamente a la bella Nauruka, la liana más linda y amorosa que hayan generado los cuatro universos.

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