lunes, 4 de febrero de 2019

El duende Alz


Saltando de neurona en neurona, el duende se divertía enormemente. Su juego eterno consistía en evitar pisar los núcleos de estas células (si lo hacía, perdía), así que solamente se apoyaba en las ramificadas dendritas. Éstas eran deliciosamente elásticas, y le permitían brincar a las neuronas vecinas a velocidades increíbles.


 Cuando brincaba a bajas velocidades, llegaba a sentir en sus descalzos pies agradables pequeños toques eléctricos, producto de las diferencias de voltaje en las neuronas.

Sí -era cierto-, él había subido mucho de peso recientemente, además de que las dendritas estaban más duras y frágiles año con año. Un día notó que al brincar sobre ellas, éstas sonaban de manera diferente, ya no como cuerdas de guitarra afinada, sino más bien como algo rígido que se quebraba con sus pisadas.

El juego cada vez era menos divertido, y la visible destrucción que él generaba en las células le quitaba gran parte del encanto, pero no sabía hacer otra cosa en la vida que saltar de neurona en neurona hasta destrozar sus dendritas: para eso había sido creado.

Alz vivía en este cerebro desde hacía muchos años, tantos que ya no recordaba cuántos. Poco tiempo después se olvidó de su nombre, de cómo saltar y de que su única función en la vida era destrozar las dendritas.



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