domingo, 3 de febrero de 2019

De ranas y princesas


Los biólogos que estudian a las ranas se denominan ranólogos. Es ésta una extraña profesión en la que estos eruditos científicos a ella dedicados, además de estudiar las ancas y las vísceras de esos simpáticos anfibios, tienen que leer mes a mes la revista Hola y conocer mucho de la nobleza europea y sus enredos.



¿De qué hablo?

Vayamos unos años atrás, a principios del 2001, cuando el reconocido científico genetista alemán Dr. Wolfgang Helleman descubrió que casi el 30% de las ranas poseen un ADN semejante al humano. La comunidad científica guardó cautela algún tiempo ante este extraño descubrimiento, hasta que otro colega genetista, el chino Dr. Tse Kun confirmó, en la Universidad de Beijing, los hallazgos de Helleman.



Entonces entró en la investigación un grupo sabios historiadores expertos en temas medievales, quienes lograron entender el misterio tras muchísimas horas de permanencia en empolvadas bibliotecas. Después de abrir cientos de gruesos volúmenes de libros de historia, de leyendas y de brebajes, la realidad afloró, y hoy es considerado un hecho científico el que el 30% de las ranas tenga su ADN idéntico al nuestro, o mejor dicho, al de la nobleza y realeza europea.

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Habiendo reconocido lo anterior, hay que dejar claro que en la revista del pasado mes de enero del Instituto Mundial de Ranología, aparece un artículo que explica esto del ADN humano de las ranas y su distribución entre las diversas especies.


En ese artículo científico se confirma que se han encontrado ranas con ADN humano, en distintas proporciones, entre las siguientes familias:

Ranas arborícolas africanas
Ranas arborícolas del Viejo Mundo
Ranas arborícolas comunes
Ranas arlequines
Ranas chillonas
Ranas comunes
Ranas con cola
Ranas de boca estrecha
Ranas de Cristal
Ranas de Darwin
Ranas de dedos delgados
Rana de la montaña Turkeit
Ranas de Nueva Zelanda
Ranas de Seychelles
Ranas doradas
Ranas nariz de pala
Ranas fantasmas
Ranas perejil
Ranas pintadas
Ranas venenosas
Ranitas australianas

En el anexo 4 de ese artículo, se menciona que también se encuentra ADN humano en las siguientes especies de sapo:

Sapos de espuelas
Sapos comunes
Sapos vientre de fuego.


Esto último fue la clave científica para posteriormente aclarar el misterio de la presencia de ADN humano entre estos anfibios.

¿Cuál es ese misterio?

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Hoy sabemos que fue la torpe bruja Cloe, quien en el año 1024 de nuestra era, cometió su enésima barbaridad. Ella fue precisamente quien, queriendo deshacerse de su odiada suegra Garratúa, contaminó el planeta de brebajes que afectaron a las princesas y doncellas hasta convertirlas en ranas.

Recordemos que la misma Cloe fue quien accidentalmente generó los 452 ogros de la leyenda al tratar de envenenar a su suegra.

En el caso que ahora nos ocupa, el de las ranas con ADN humano-principesco, dice la leyenda que Garratúa huyó de las cercanías de la cueva de Cloe para evitar ser asesinada por su nuera, y que se disfrazó de hermosa princesa para pasar desapercibida.

Sin embargo, un cuervo soplón advirtió a Cloe de esa estratagema, y ésta decidió formular una poción que convirtiese en rana a toda aquella mujer de la nobleza que la bebiese. Regó la pócima por todos los arroyos, estanques, ríos, lagos y mares de la Tierra.



Así, miles y miles de reinas, princesas, marquesas y duquesas acabaron croando en pantanos asquerosos, siendo en muchos casos devoradas por las aves, las serpientes y los ogros.

Nunca se supo qué fue de Garratúa. Nunca más fue vista. Es probable que Cloe haya logrado su objetivo, y así su odiada suegra haya sido convertida en rana y posteriormente devorada por algún bicho de pantano. Nunca lo sabremos.

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Esta conversión masiva de damas de alcurnia en ranas de pantano, trajo consecuencias indeseables que Cloe jamás imaginó.

Por ejemplo, muchos príncipes y caballeros salvadores de princesas se encontraron de un día para otro sin oficio, pues éstas desaparecieron de la faz de la Tierra. Algunos, sin embargo,  descubrieron que besando a las ranas, éstas podrían recuperar su forma humana.

Pero Cloe, tan sabia como perversa, roció previamente a todas las ranas del mundo con otro brebaje que convertía en sapo a cuanto príncipe o caballero las besase. Cuando esto se supo, príncipes y caballeros desistieron de su intento, si bien algunos ya se habían convertido en asquerosos sapos granosos y mal olientes.

La peor consecuencia de esto fue que muchos príncipes y caballeros, ante la escasez de damas, optaron por el homosexualismo. Hoy sabemos que Ivanhoe y Lancelot eran gays, y bajo su lustrada y varonil armadura lucían maquillaje, lencería sexy y depilaciones traviesas. Sus escuderos pagaron con su cuerpo las consecuencias no previstas por la incauta Cloe en su afán por deshacerse de su suegra.



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Pero volvamos a las ranas.

Hoy el mundo está lleno de ranas que hablan, de ranas que cuando son besadas se convierten en hermosas princesas con ropa ligera, de bellas ranas desesperadas sabiendo que ya nadie cree en magias y encantos, y que añoran la forma humana. Pocos hombres hoy en día se atreven a besar una rana así nada más (para evitar convertirse en sapos), y cuando encuentran una rana que habla, enseguida la comercializan, pues éstas son muy bien pagadas por los cirqueros. Yo no soy uno de esos.

Recuerdo cuando aquella hermosa rana me habló dulcemente…



Llegaba yo cansado a casa, tras de una larga y pesada jornada laboral, cuando escuché una hermosa voz llamarme desde una planta con flores en la entrada principal de mi hogar. Busqué la voz con mucha curiosidad, y lo único que encontré fue aquel anfibio verde, que inmediatamente me brincó a la mano, diciéndome:

“Fui yo quien te llamó. Llévame a tu habitación, pues tengo algo importante que decirte”.

Sorprendido y anonadado, la obedecí sin cuestionamientos. Mi esposa estaba en la cocina, así que pude atravesar el pasillo sin ser visto por ella, y subí rápidamente a mi habitación para aclarar el misterio de la rana que me hablaba.

Ya en la recámara, ella me dijo: “Dame un beso y romperás el hechizo que sobre mí pesa. Si lo haces, me convertiré en una hermosa doncella”.

Sin salir de mi sobresalto, obedecí las instrucciones y le di un beso a la rana.

Inmediatamente ella se transformó en una hermosa mujer alta y rubia, totalmente desnuda, con unas curvas impresionantes, algo de verdad único.

En ese preciso momento apareció en la habitación mi esposa, quien había escuchado voces en la casa, y subió para ver si yo había llegado. Lo primero que dijo mi mujer, bastante alterada, fue:

“¡Explícame qué está pasando! ¿Quién es ella?”

Yo, sabiendo que todo esto era una locura, le respondí sobriamente:

“Mujer: diga lo que diga, nunca me lo vas a creer”.

Así, permití que la mujer desnuda saliese corriendo de la casa arropada por nuestro cubrecama, y yo tuve que soportar el resto de la noche los amargos reclamos de mi esposa. Nunca más volví a ver en persona a esa rana o mujer, lo que haya sido (aunque un par de años después la vi retratada en primera plana de los diarios), y si bien supongo que la salvé del hechizo de Cloe, ella me dejó la maldición de la eterna desconfianza de mi esposa. 



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Lo que Cloe hizo a las damas y princesas del mundo no fue una broma:

Ellas vivían en palacios de lujo, con cortinas, alfombras y gobelinos, con camas suaves y sábanas de seda, con pajes que les cumplían sus deseos, con príncipes y caballeros que las pretendían, les cantaban y obsequiaban.   

Comían deliciosas y suaves viandas de venado y jabalí, hueva de esturión importada de Persia, vinos de la Germania en copas de fino cristal de Bohemia.

Sus únicos temores provenían de los dragones y ogros secuestradores, pero estos raptos ocurrían muy pocas veces, además de que servían para promocionar a las princesas y para acercarlas sentimentalmente a los príncipes y caballeros salvadores.

Hoy su realidad es otra, muy diferente:

Viven en asquerosos y malolientes pantanos, respirando metano día y noche. Se nutren de libélulas y escarabajos de agua. Deben ocultarse en todo momento de sus predadores: cuervos, serpientes, gatos de pantano. Los niños de la aldea juegan a ver quién aplasta más ranas con sus botas, o bien las aniquilan a pedradas. Deben cuidarse de los sapos violadores, criaturas nada sutiles que abundan en esos pantanos. Pero el riesgo mayor que corren nuestras ex-princesas radica en las peligrosas ranas vampiro, que pululan en estas charcas.



No, definitivamente Cloe, en su odio a Garratúa, cambió radicalmente el status a estas encantadoras damas.

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El conde Drácula estaba molesto y temeroso. Hacía ya diez días que no aparecía Griselda, su amada esposa.

La misteriosa desaparición de Griselda se dio aquella noche borrascosa, cuando ella le comentó que tenía apetito de sangre campesina, y salió a saciarlo a la cercana aldea de Huglitz.

Esa noche, Griselda abusó de beber sangre humana, y, sintiéndose cansada, decidió ir a nadar desnuda a la laguna de los cuervos. Tenía sed, así que tomo un sorbo de la cristalina agua que ahí emanaba, sin darse cuenta de que el brebaje de Cloe ya había contaminado todos los mantos freáticos de Transilvania. En menos de lo que chilla un murciélago, Griselda quedó convertida en un verde anfibio con colmillos largos, muy largos y afilados, convertida en la “Eva” de las ranas vampiro de nuestro planeta.




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Así, Griselda se vio de pronto convertida en rana vampiro. Antes que nada, decidió desayunarse con la sangre de tres o cuatro ranas macho que le coqueteaban ahí cerca. Estos infelices se convirtieron desde ese día en el génesis de la noctámbula y peligrosa especie de ranas temibles, succionadoras de sangre de las criaturas de los pantanos.

Después de desayunarse en la laguna de los cuervos, Griselda se fue a croar a la ventana de su amado, el conde Drácula, esperando que éste la reconociese y la liberase del hechizo.

El esfuerzo de Griselda fue inútil. Drácula cerró su ventana para evitar que esa molesta rana le ahuyentase el reparador sueño diurno. Como la rana insistía en croar cada vez más fuerte, el conde ordenó a uno de sus lacayos que soltase inmediatamente a sus bravos mastines.

Al otro día, todo lo que quedaba de Griselda era una piel de rana seca y desgarrada en una de las entradas del castillo de Drácula.   El conde, sin saber de quien se trataba, ordenó que barriesen ese asqueroso cadáver de anfibio. 



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Hace no muchos días se hizo público, en la revista del Instituto Mundial de Ranología, el asunto de las princesas medievales desaparecidas, cuyo ADN era idéntico al de la realeza y nobleza europea.

El tema publicado generó pánico entre la nobleza y la realeza mundial (los Romanov de Rusia, los Borbón de España, los Habsburgo de Austria, los Hohenzollern de Alemania, los Gluksburgo de Grecia,  la casa de Borgoña francesa, los Braganza de Portugal y hasta la familia imperial japonesa).

La razón de este pánico es que hoy se sabe que, en el año de 1024 de nuestra era, desaparecieron, convertidas en ranas por el brebaje de la maldita bruja Cloe, miles de princesas, condesas, marquesas y duquesas.

Las envidias y las sucesiones dinásticas se dieron inmediatamente que desaparecieron, con la casi total seguridad de que las infelices damas convertidas en ranas serían presa fácil de las aves, de las serpientes, de los gatos de pantano, de los niños con botas y piedras. Las advenedizas princesas que sustituyeron a las dinásticas desaparecidas en aquel lejano año de 1024, jamás imaginaron que en el siglo XXI  los estudios del ADN pudiesen determinar exactamente que una rana específica descendiese de los Hohenzollern alemanes o, con más precisión, de la duquesa de Policarpo de la familia Gluksburgo.

Hoy toda la realeza y la nobleza del planeta corre el riesgo de que una rana parlanchina del pantano más asqueroso de Europa, exija que se le devuelva el título, el palacio y la riqueza que le pertenecieron a sus ascendientes directas hace unos mil años.



¡Ya tienen de qué preocuparse!

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Moisés Weinstein, un judío holandés de Amsterdam, llegó a casa cansado del trabajo. De repente, proveniente de su jardín, escuchó una melodiosa voz que lo llamaba:

“Gentil caballero, ayúdeme”, decía la voz proveniente de un arbusto.

Moisés se acercó curioso. Una rana le brincó a su hombro, y le dijo al oído:

“No soy realmente una rana. Soy Mariana de Hohenzollern, una princesa real atrapada en el cuerpo de una rana por cuestiones de un antiguo hechizo. Si me da un beso, regresaré a mi forma de hermosa mujer, y seré suya para siempre”.

Moisés lo pensó un momento, tomó a la rana dulcemente con sus manos y la metió en una bolsa de plástico.

A continuación dijo a la rana: “Estás loca si crees que te voy a besar para que te conviertas en mujer. Las mujeres sobran, y las ranas que hablan valen mucho dinero. Ni loco dejo ir esta oportunidad.”


Mariana de Hohenzollern (la rana-mujer-princesa, heredera de una docena de castillos en Alemania, despreciada y vendida por el tacaño judío Moisés Weinstein) pasó el resto de sus días en una jaula en el provinciano Circo de los Hermanos Van Holsten, recorriendo el centro de Europa.

Su papel consistía en cantar canciones de mal gusto para maravillar a los groseros campesinos de Alemania y Holanda, quienes, para colmar la paciencia de Mariana, salían diciendo:

“¡Qué buen truco el de la rana. Parecería como si fuese de verdad una rana parlante!”

Su estipendio diario, por cantar y hacer corajes, era una escasa ración de 20 gramos de moscas secas.

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Aracataca era su nombre de rana, tal como la conocían sus compañeras anfibias en el pantano. Pero ella sabía que sus genes provenían de la estirpe de los Romanov, así que constantemente soñaba que se llamaba Catalina, y se veía a sí misma disfrutando de grandes fincas llenas de siervos que trabajaban para enriquecerla.

Cuando Aracataca despertaba, no veía más que agua mohosa y maloliente a su alrededor, y sentía como su lengua se desenrollaba instintivamente en busca de una libélula distraída. “Por lo menos vivo en un pantano decoroso y lleno de libélulas”, se decía para animarse todas las mañanas, cuando abandonaba sus sueños de princesa para enfrentarse a su dura realidad de ser rana. No, la vida no era fácil para Aracataca, así que un día ella decidió cambiarla.

Todas las ranas de origen real, como ella,  sabían en qué había consistido el hechizo de Cloe hacía unos mil años. También sabían que con un beso de hombre podían regresar a su original forma de mujer, si bien había muchas probabilidades de que quien las besase, cayese en el segundo hechizo y quedase convertido en sapo.

Como sea, un día, Aracataca se hartó del pantano y de croar, y decidió ir a probar fortuna a la ciudad cercana, a buscar un beso humano salvador. Había muchos riesgos en el camino, lo sabía. Una rana vieja le advirtió de que, para llegar a la ciudad, había que atravesar algo muy complicado y peligroso que se llamaba “autopista”.

Aracataca, en su desesperación de volver a ser princesa, ignoró la advertencia de la rana vieja, y salió enseguida del pantano rumbo la ciudad. Tras brincar un par de horas en la dirección indicada, de repente, se vio atravesando algo liso y gris, muy muy ancho….

Sin mayor advertencia, vio venir sobre ella un gigantesco sapo a toda velocidad. Lo último que Aracataca alcanzó a oír antes de morir aplastada fue  proshhhhhh. Sus huesos tronaron y su piel quedó embarrada en el pavimento de la autopista Berlín-Frankfurt. 



El sapo que atropelló a Aracataca era un Porsche 911, conducido a toda velocidad por el hijo menor del conde Nicolás Romanov, de nombre Iván,  hoy  residente en Frankfurt, aficionado de toda la vida a los autos de lujo….y a aplastar ranas en las carreteras.



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Aquel verano era fastidioso en toda Europa. Había moscos, muchos moscos e insectos de todo tipo.

Los avezados ecologistas culpaban de ello al calentamiento global, al cambio climático producido por los gases de invernadero generados por la excesiva combustión de hidrocarburos, aunada a la tala inmoderada en el Amazonas y otras regiones tropicales. Nada estaba más lejos de la realidad.

La revista Hola, en su edición de septiembre de ese caluroso verano plagado de molestos insectos, presentaba un artículo que, leído desde el mundo plebeyo, no parecía relevante. Pero sí lo era. Se titulaba “Ranamanía”

El artículo hablaba de la nueva moda entre la nobleza y realeza de aficionarse a la cacería de ranas. Hablaba de los gourmets que degustaban ancas de rana silvestre cazada por duques y duquesas amateurs; de cómo se habían llenado los estanques y pantanos de marqueses y marquesas, de condes y condesas, que, vestidos apropiadamente, cazaban ranas con redecillas y trampas ingeniosas; de la gran cantidad de estacas afiladas colocadas por ellos en lugares apropiados para que las ranas se ensartaran al brincar; de los paseos de la realeza por los jardines con gatos especializados en cazar ranas.



No mencionaba el artículo que muchos niños de aldea recibían dinero por cada rana que entregasen viva o muerta a los sirvientes de la nobleza y realeza. 

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Unos meses antes de ese cálido verano lleno de insectos, la condesa de Malacatrava recibía en su lujoso palacio al genetista alemán Dr. Wolfgang Helleman y al experto en leyendas medievales, Mr. Jean Louis Clappier, para una cena deliciosa, preparada con mucho esmero por los cocineros de la anfitriona.



Hablaron de todo un poco, pero mientras degustaban el café do Brasil y el cognac Courvoisier, el tema se centró en la genética de las ranas y en aquella vieja leyenda del brebaje con que la perversa bruja Cloe había convertido a millares de damas de alcurnia en anfibios de pantano hacía unos mil años aproximadamente.

Esa noche, la condesa María Luisa de Malacatrava se retiró a su alcoba con la certeza de que había un enorme riesgo existencial, no sólo para ella, sino para buena parte de la nobleza y realeza.

María Luisa no era de las personas que se preocupaban por los problemas, sino de las que se ocupaban de ellos: al día siguiente ya tenía un plan, todo un proyecto para deshacerse de las ranas con pretensiones reales.

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Dos semanas después, durante la fiesta posterior a la boda del tercer hijo de la Vizcondesa de Conti en Milán, los reporteros de Hola no se percataron de las conversaciones “sotto il tavolo” que se dieron entre los invitados.

La condesa de Malacatrava, prima segunda de la Vizcondesa Conti, presentó discretamente a sus nobles amigos la cruda realidad de las ranas parlachinas con genes reales.

¡Había que exterminarlas! De no hacerlo, ninguna familia de alcurnia estaba segura, y menos ahora cuando en toda Europa los gobiernos estaban plagados de socialistas dispuestos a arruinar a la nobleza remanente. Bastaba con que una rana encantada regresase a su forma humana y reclamase su herencia, para que los jueces autoconsiderados progresistas arrasaran con el actual status de la nobleza y realeza europea.

Así, esa noche, sin que se diesen cuenta de ello los reporteros de Hola, María Luisa, Marquesa de Malacatrava, convenció a sus amigos de que había que exterminar a todas las ranas del mundo, una por una. Después verían cómo resolver el problema del desequilibrio ecológico que se generaría…




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Clotilde, una rana con hermosas ancas, tenía genes de la casa Habsburgo de Austria. Ella sabía que si se convertía en mujer, sería, además de hermosa, riquísima, pues le correspondía heredar una docena de castillos y millones de euros en acciones de varias exitosas empresas europeas.   

Pero Clotilde no quería dejar de ser rana, pues disfrutaba mucho del sexo con las ranas macho de su estanque. De hecho, vivía en total promiscuidad. Era, podría decirse, una rana ninfómana.


Fue atrapada por una red en pleno acto sexual de fantasía (en extraña posición) junto con su amante en turno.

Sus ancas y las de su último compañero sexual fueron cenadas por el príncipe Luis Ricardo Maximiliano de Habsburgo aquella misma noche veraniega, en un restaurante de lujo en Viena.

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María Luisa de Malacatrava, la inteligente condesa temerosa de ser desheredada por algún anfibio parlanchín, hizo un plan demasiado bueno al proponer la eliminación sistemática de las ranas.

En pocos meses, éstas empezaron a escasear en todo el planeta. Los moscos y zancudos, ya sin uno de sus principales enemigos naturales, se reprodujeron en grandes cantidades, al extremo de que al siguiente verano -como ya habíamos mencionado-, el cielo diurno oscurecía casi totalmente con tanto insecto volador.


Los ecologistas, preocupados por esta molesta plaga de seis patas y dos alas, descartaron la absurda teoría de que era el calentamiento global el responsable, y reconocieron que algo había reducido enormemente la población de ranas.

Finalmente, a fines del verano, la World Wildlife Foundation, decretó, presionada por  la Organización Mundial de Salud, que las ranas eran una especie en riesgo de extinción, por lo que las declaró “especie protegida”.

Aunque no quedaba claro todavía para la ciencia cuál era la causa de la escasez de ranas, la condesa de Calatrava sintió ese decreto como una puñalada…a sus finanzas.

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Un día vi, en la primera página de los principales diarios de mi ciudad, la fotografía de una mujer que me parecía conocida. Obviamente compré uno de esos periódicos y la reconocí enseguida: se trataba de aquella rana (¿o mujer?) a la que yo había besado en mi habitación hacía un par de años, y que se había convertido por ello en una hermosa dama sin ropa.   

Devoré materialmente el artículo que a ella se refería, y todo se me aclaró: saliendo de mi casa arropada tan sólo por mi cubrecama, fue arrestada por la policía acusada  de inmoralidad en la vía pública, y  fue detenida varios días en la jefatura de policía local. Ella no tenía conocidos que pagasen la fianza, ni dinero para pagar un abogado, así que fue  encerrada en la cárcel de mujeres para cumplir una condena de dos años. Nunca fue tan ingenua como para contar su verdadera historia -la habrían encerrado en un manicomio-, así que se armó de paciencia y cumplió tranquilamente su condena.



Al salir de prisión, Cucururina –así se llamaba- decidió, para hacerse de algo de dinero, contar su increíble historia a la prensa. Al principio no le creían, pero llevó a varios reporteros y fotógrafos al estanque de donde había salido, y los periodistas pudieron ver sorprendidos, cómo las ranas ahí presentes celebraron el regreso de su amiga convertida en bella mujer. Lo que más credibilidad le dio fue que dos de las ranas que celebraban su visita confirmaron, de viva voz, que, efectivamente, su amiga había sido una rana, o mejor dicho, una mujer convertida en rana por un antiguo maleficio. 

Ahora todo quedaba claro: Cucururina había sido rana. Con mi beso se había deshecho del maleficio de Cloe. Quedó la constancia de que algunas  ranas hablan, y después se supo que lo hacen solamente aquellas que tienen ADN humano. 

Cucururina fue citada por un juez, quien encontró a la bruja Cloe culpable de un delito grave que no estaba tipificado en las leyes contemporáneas (conversión de humanos en ranas y sapos). Además, Cloe ya estaba muerta y el delito, tras casi mil años, había legalmente prescrito.

Nada había que perseguir desde el punto de vista jurídico, así que el juez envió el expediente de Cucururina, la rana-mujer que yo había besado, al Instituto Mundial de Ranología, para que confirmasen sus hasta ahora poco creíbles investigaciones de anfibios con ADN de princesas.

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Cuando María Luisa de Malacatrava, la condesa ranicida, leyó en la prensa acerca de la veda en el caso de las ranas, supo que su plan había sido finalmente descubierto. Si la justicia la considerase una simple ecocida, tendría la suerte de  pasar una decena de años en la cárcel.

Pero para los genetistas del Instituto Mundial de Ranología, el asunto se parecía más a un homicidio serial que a un ecocidio. Quienes se dedicaban sistemáticamente a cazar ranas después de las publicaciones al respecto en la revista del instituto (en donde se insinuaba ya que las ranas eran realmente princesas encantadas), eran de hecho asesinos para nada imprudenciales, sino sistemáticos.

Así, María Luisa fue al estanque de ranas más cercano a su palacio, se cortó las venas en ambas muñecas, y se arrojó junto a sus parientes anfibios a morir disculpándose con sus odiadas parientes verdes.

Al día siguiente su cadáver fue hallado con una libélula mordida en su boca. Una carta confesando sus andanzas apareció en su tocador.



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En Bruselas, unos meses después del suicidio de la Marquesa de Malacatrava, se reunió el Parlamento de la Unión Europea para analizar en caso de las muchas ranas parlanchinas que reclamaban palacios y propiedades en todos los países del continente.

El tema rompía con todos los preceptos legales establecidos. Las ranas que hablaban, por ejemplo, exigían ser reconocidas como ciudadanas europeas, y requerían pasaporte, ya que muchas de ellas necesitaban viajar para arreglar sus asuntos de intestados o fraudes a su patrimonio.

Otras argumentaban derechos de invalidez, arguyendo que eran de alguna manera mujeres minusválidas. Pedían infraestructura ad hoc para las ranas en edificios y medios de transporte.

Pero el primer asunto a discutirse aquella mañana soleada en Bruselas era la solicitud de los anfibios parlantes de estar representados en el Parlamento Europeo. La propuesta  venía bien elaborada por abogados especializados, e incluía ya a tres ranas, dos hembras y un macho, como candidatos a eurodiputados.



No hubo más remedio que aceptar la petición. En el salón plenario del Parlamento Europeo se construyó un estanque, al que se pobló con libélulas y escarabajos de agua.

En otra de las sesiones, el Parlamente Europeo aprobó por unanimidad los Derechos Humanos de la Ranas.

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Apenas le hubieron nacido sus ancas, Currufina salía constantemente de su estanque a observar a esas extrañas criaturas que se autodenominaban seres humanos. Lo hacía con cautela, siempre oculta en algún arbusto espeso, pues la prudencia era su principal característica. La curiosidad por esa especie tan fea, de color blanquecino sin encanto,  sin ancas ni ojos saltones, le nacía de lo más profundo de su alma. No podía evitar observarlos.

Su charca estaba apenas a unos cien metros del jardín principal de un palacio inmenso, en donde la nobleza y la realeza disfrutaban de tardes veraniegas de diversión. Gracias a esto, Currufina siempre estuvo al tanto de lo que ocurría en el mundo de los humanos, de sus envidias, de sus vilezas, de sus diversiones crueles, de sus fraudes, de sus mediocridades.

Cuando el Parlamente Europeo emitió leyes y decretos a favor de las ranas parlantes, Currufina lo supo inmediatamente, gracias a los horrorizados comentarios de los nobles en el jardín cerca de su estanque.

Ella sabía que era una rana parlante, pues, aunque nunca hizo uso de esa habilidad (por su innata prudencia de rana sabia), desde pequeña entendía el lenguaje de los humanos.  Ahora sabía que tenía derechos que la protegían y le permitían investigar sus orígenes nobiliarios. Suponía –y acertaba al suponerlo- que ella era la heredera legítima del palacio que tenía a la vista.

Sin embargo, Currufina era una rana madura, y decidió que no quería compartir ese mundo tan hueco y absurdo de los humanos, tan banal y tan prosaico, tan innecesario como falso.

Así, Currufina comparó el nuevo mundo que se le ofrecía con el que ya tenía, con su estanque lleno de libélulas y ranas amigables, y prefirió seguir siendo anfibio para siempre. Nunca se arrepintió de su decisión.



 

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