jueves, 28 de febrero de 2008

Disipaciones

DISIPACIÓN: acción o efecto de disiparse; relajamiento moral.

Aquella madrugada, apenas asomó el sol, la Disipación despertó con cierta hiperactividad, y salió a su jardín, como todos los días, a cortar una margarita con muchos pétalos. Después procedió a deshojarla con su eterna sonrisa. Cada pétalo contenía el nombre (y dirección) de una persona, a la cual ella se encargaría de alivianar de su carga de prejuicios, escrúpulos, preceptos, normatividades, autocontroles, retraimientos, autoimágenes, timideces, recatos, éticas propias e impuestas, moralinas y moralejas. Después de todo, para eso había sido creada: para darle bienestar y relajamiento a la humanidad.

Esa mañana, le tocó el último pétalo a una tal Caperucita Roja, una dulce y encantadora adolescente que era un tanto retraída y tímida por vivir en una casa en el bosque.

Esa mañana –como todos los miércoles-, la Caperucita Roja debía visitar a su abuelita, para ver si estaba bien, y para llevarle una cesta de deliciosas galletas que su madre había preparado la noche anterior.

Cuando salió del baño y se vio al espejo, ella se dio cuenta de que el color rojo carmesí de su caperuza estaba ya algo pasado de moda, que su falda era demasiado larga, que los calcetines ya no eran para su edad, que necesitaba maquillaje, que su peinado debería estar suelto, que no necesitaba llevar sostén ni pantaletas.

Antes de salir al bosque, sacó del cajón oculto de su madre un paquete de condones y los echó en la canasta, junto con un mantel, una sábana y una botella de champaña. Regresó al espejo, y se aseguró de que el rouge de sus labios fuera fogoso y atractivo.

Así, ella empezó a caminar por el sendero del bosque que la dirigiría a casa de la abuela. Pero esta vez, sus paso eran lentos, cadenciosos, sexys… Su excitante perfume se sentía a lo lejos.


Ella sabía que el lobo feroz no podría resistirla. En cuanto él apareciese, caería redondo a sus pies, y ella le coquetearía de manera sutil. De repente, ella se detendría en el prado del arroyo, tendería el mantel e invitaría al lobo a sentarse muy cerca de ella. Brindarían con champaña. Ella le mostraría sus desnudos muslos, su escote provocador, su sensual sonrisa. En cuanto el lobo estuviese totalmente seducido por su aspecto, ella tendería la sábana sobre la hierba, y se dejaría amar de mil perversas maneras.

Él se acercó a ella. La olió. Le lamió el lóbulo de las orejas, la excitó…y prefirió devorarla.

La disipada Caperucita Roja jamás imaginó que el lobo feroz fuese un gran homosexual.

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